Los Músicos de Brema

 

Llevaba recorrida ya una gran distancia cuando halló un sabueso echado en mitad del camino y jadeando como quien ha corrido.

—¿Por qué jadeas así, amigo? —preguntó el asno.

—¡Ah! —respondió el perro—. Como soy viejo y cada día me siento más débil, ya no puedo cazar y mi amo quiere matarme. Por eso he huido. ¿Cómo podré ganarme el pan?

—Voy a decírtelo —dijo el asno—. Voy a Brema; deseo ser músico en esa ciudad. Ven conmigo y lo serás tú también. Yo tocaré el laúd; tú, el tambor.

El perro convino en ello y juntos reanudaron la marcha.

Poco después encontraron a un gato, sentado en el camino, con aire de mal humor.

—¡Eh, amigo! ¿Por qué pones esa cara? —preguntó el asno.

—¿Quién puede estar alegre cuando sabe que su vida peligra? —contestó el gato—. Porque me vuelvo viejo, porque tengo los dientes gastados, porque prefiero sentarme junto al fuego en vez de correr detrás de los ratones, mi ama quiso ahogarme, y yo escapé. Pero hoy en día es difícil tomar una determinación. ¿Adonde iré, pobre de mí ?

—Vente con nosotros a Brema. Tú entiendes de música nocturna; serás músico en la ciudad.

Al gato le pareció bien la idea y se unió a ellos. Pronto, los tres amigos llegaron a una granja. Un gallo posado sobre una puerta cantaba con toda su fuerza.

—Tu quiquiriquí llega al corazón —dijo el asno—. ¿Qué te ocurre?

—Vaticino el buen tiempo —repuso el gallo—. Pero esperamos huéspedes el domingo y como mi ama no tiene compasión intenta cortarme esta noche el cuello y guisarme en pepitoria. Por eso, mientras puedo, chillo con toda la fuerza de mis pulmones.

—¡Ah, plumas rojas! —dijo el asno-. Mejor será que te vengas con nosotros. Nos dirigimos a Brema. Tú tienes buena voz. Haremos música juntos. Música de buena calidad.

El gallo se manifestó conforme con el plan, y los cuatro siguieron juntos su camino. Sin embargo, como en un solo día no podían llegar a la ciudad, al cruzar por la tarde un bosque decidieron pasar en él la noche. El asno y el perro se instalaron debajo de un árbol corpulento, y el gato y el gallo se encaramaron a las ramas. Pero el gallo voló hasta la más alta, porque en ella se sentía más seguro. Antes de dormirse, miró en todas direcciones y creyó ver un resplandor a cierta distancia. Entonces gritó a sus compañeros que veía luz y que había por allí una casa.

El asno respondió:

—Si es así, vale más que nos levantemos y lleguemos a ella. Quizás encontremos un alojamiento mejor que éste.

El perro se dijo que no le vendrían mal unos huesos, sobre todo si tenían adherida un poco de carne.

Se dirigieron, pues, al punto en que brillaba la luz. A medida que se aproximaban a ella, iba aumentando de brillo y tamaño y, por fin, llegaron a la casa de unos ladrones muy bien iluminada. El asno, que era el más alto, se acercó a mirar por la ventana.

—¿Qué ves, querido asno?

—Muchos hombres. Están sentados alrededor de una mesa rebosante de bebidas y manjares suculentos.

—Eso es precisamente lo que nos conviene —dijo el gallo.

—Sí, sí. ¡Ah, si pudiéramos estar ahí dentro…!

Los cuatro animales celebraron consejo. Querían echar de allí a los ladrones, y por fin idearon un plan. El asno colocaría las patas sobre el alféizar de la ventana, el perro se subiría sobre el asno, el

 

gato sobre el perro y el gallo se posaría en la cabeza del gato. Cuando hubieron hecho esto, y a una señal convenida, el asno rebuznó, el perro ladró, el gato maulló y el gallo cacareó. Al mismo tiempo, irrumpieron en la habitación por la ventana, haciendo pedazos los cristales. Los ladrones, al escuchar tamaña algarabía, saltaron de las sillas. Creyeron que entraban fantasmas en el comedor y huyeron al bosque, presas del pánico. Entonces, los cuatro compañeros se sentaron a la mesa, donde había quedado gran cantidad de alimentos, y comieron como si pensaran ayunar por espacio de un mes.

Luego apagaron la luz, y cada uno de ellos buscó, de acuerdo con su naturaleza, lugar adecuado para dormir. El asno se tumbó en el patio sobre un montón de paja; el perro, detrás de la puerta; el gato, en el hogar, sobre la tibia ceniza, y el gallo se instaló en una viga del techo. Y como los cuatro estaban cansados de tanto andar, pronto se durmieron.

Pasada la me#ia noche, vieron los ladrones desde lejos que ya no brillaba la luz en la casa y que todo estaba en calma.

—No debimos asustarnos tanto —dijo el capitán.

Y ordenó a uno de sus hombres que fuera a ver lo que ocurría.

En vista de que todo seguía en silencio, el mensajero entró en la cocina para encender una vela. Tomando los ojos fosforescentes del gato por brasas, les acercó una cerilla para encenderla. Pero el gato no entendía de bromas, y se le echó a la cara, bufando y arañándole. El hombre corrió, asustado, a abrir la puerta de servicio. El perro, que estaba allí tumbado, dio un salto y le mordió en una pierna. Cuando, veloz, atravesaba el patio, el asno le soltó una coz con una de sus patas traseras. El gallo, a quien el alboroto había despertado, chillaba a su vez con todas sus fuerzas desde la viga:

—¡ Quiquiriquí, quiquiriquí!

El ladrón se apresuró a regresar al punto en que le aguardaban los demás y dijo:

—Hay una horrible bruja en la casa que me ha escupido a la cara y me la ha arañado con sus largas uñas; junto a la puerta se halla un hombre armado con un cuchillo y me ha acuchillado la pierna; echado en el patio hay un monstruo negro que me ha pegado con su

maza de madera, y arriba, junto al techo, está sentado un juez, que grita: «¡Traedme a ese bribón aquí, traedme a ese bribón aquí!» Así es que yo mismo ignoro cómo he logrado escapar.

Después de esto, ningún ladrón se atrevió a volver a la casa, la cual resultó ser tan del gusto de los cuatro músicos de Brema, que ya no quisieron abandonarla. Y aún queda uno de los cuatro —no diré cuál— que me ha contado esta historia.

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