A la mujer le gustaron tanto los melocotones que, apenas los hubo probado, sintió el deseo irresistible de comer algunos más. Pero no se atrevió a decir nada. Al día siguiente, sólo pensaba en los melocotones y estaba triste y pálida. Su marido le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal?
—¡Ay! —respondió ella—. Si no puedo volver a comer melocotones del jardín de la bruja, me moriré.
El hombre pensó:
«Antes que permitir que se muera mi querida esposa, volveré al jardín de la bruja, cueste lo que cueste.»
Y, al anochecer, volvió a saltar la valla, como el día anterior. Al lado del melocotonero crecían unas hermosas campanillas azules. Y el hombre pensó: «¡Qué contenta se pondrá mi mujer si, además de los melocotones, le llevo un ramo de estas flores!» Y se agachó para cogerlas. Pero cuando tenía un pequeño manojo, vio asustado que la bruja estaba delante de él.
—¡Atrevido! —le gritó ella—. No contento con llevarte mis mejores melocotones, intentas robarme mis flores preferidas.
—¡Ah! —contestó el pobre hombre—. No creía que te ofendiera llevándome unas cuantas florecillas. Y los melocotones, te lo juro, los cogí por pura necesidad. Son para mi pobre mujer, que está muy delicada y seguramente morirá si no se los llevo.
La explicación del pobre hombre satisfizo a la bruja, que, con voz algo más suave que antes, le dijo:
—Bien, hombre; ya que tu mujer los desea tanto, puedes llevarte todos los melocotones que quieras de mi jardín. Pero has de prometerme que si algún día llegáis a tener un niño o una niña, me lo entregaréis en el momento de nacer. No tendréis que sufrir por él: yo lo cuidaré como si fuera su propia madre.
El hombre, aterrorizado, accedió. Y he aquí que al cabo de poco tiempo les nació una niña preciosa. Pero su alegría fue breve: al poco rato de haber nacido la niña, apareció la bruja, le puso por nombre Rapunzel y se la llevó, dejando desconsolados, a los pobres padres.
Andando el tiempo, la niña se convirtió en la muchacha más hermosa del mundo. Y al cumplir los quince años, la bruja, para que
no pudiera verla nadie sino ella, la encerró en una torre en medio del bosque; en una torre que no tenía puerta ni escalera. Cuando quería ir a visitarla, se situaba al mismo pie de la torre y desde allí gritaba a la niña:
Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera.
Pues los cabellos de Rapunzel eran lo más hermoso que se haya visto jamás. Rubios como el oro y tan finos como la seda más fina.
- muy largos, pues la bruja no se los había cortado nunca. Cuando Rapunzel oía la voz de la bruja, echaba por la ventana su larguísima trenza dorada y por ella subía la vieja como por una escalera.
Hacía ya dos años que la niña vivía encerrada en la torre, sin recibir más visitas que las de la bruja, cuando un día, casualmente, pasó por aquel lugar del bosque el hijo del rey. Al acercarse a la torre, oyó cantar a una voz tan dulce que se paró a escuchar. Era Rapunzel que, como estaba siempre sola, se entretenía cantando bonitas canciones. El hijo del rey quería ver a la muchacha que tenía tan hermosa voz. Pero, por más que buscó por todas partes, no pudo ver la puerta de la torre. Y cada día iba al bosque para oír cantar a Rapunzel.
En cierta ocasión, mientras el joven estaba escuchando, vio llegar a la bruja y se escondió detrás de un árbol. Y oyó que la bruja gritaba:
Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera.
Y, con gran sorpresa, vio cómo caía una trenza de oro por la ventana y cómo la bruja trepaba por ella.
«Bien; ya sé el modo de subir —se dijo el príncipe—. Mañana probaré fortuna.»
Al anochecer del día siguiente, se acercó a la torre y dijo:
Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera.
Rapunzel obedeció, y el hijo del rey pudo subir y entrar por la ventana. Ella se asustó mucho, y más aún cuando al verla tan bella, le preguntó si quería casarse con él. Pero tardó poco en serenarse, porque la expresión del príncipe era bondadosa, y pensó que aunque Dama Alina —que tal era el hombre de la bruja— no la trataba mal, el príncipe la querría más. Y respondió que sí.
Entonces empezaron los dos a pensar cómo podría salir la jo- vencita de la torre, y acordaron que el príncipe iría a verla todos los días y que cada vez le traería una madeja de seda para que ella fuera tejiendo una escalera. Cuando estuviese lista, Rapunzel bajaría y él se la llevaría en su caballo.
Todo iba muy bien, y la bruja no sospechó nada, hasta que Rapunzel, sin pensar que cometía una imprudencia, le preguntó:
—Dama Alina, ¿por qué pesáis más que el hijo del rey?
La bruja entonces lo comprendió todo, y su furor y su cólera no tuvieron límites. Cogió con la mano derecha las tijeras y con la izquierda la maravillosa trenza de Rapunzel y, ¡ris, rás!, se la cortó y la dejó atada al gancho de la ventana. Luego, por un paso subterráneo condujo a la niña a un lugar desierto. Y ella volvió a la torre.
Al anochecer, como cada día, llegó el príncipe y llamó:
Rapunzel, niña hechicera, échame tu cabellera.
La bruja dejó caer la trenza y el hijo del rey subió. Pero al llegar arriba vio con horror que en la ventana no le esperaba su amada Rapunzel, sino una bruja horrible y furiosa que le dijo burlona:
—El lindo pájaro que buscas ya no está en el nido. ¡El mismo gato que lo atrapó va a sacarte los ojos con las uñas, para que no puedas volver a verla nunca más!
Y, desenganchando la trenza, dejó caer al príncipe. No llegó a morir del golpe, pero cayó sobre unos espinos que le pincharon los ojos y quedó ciego. Entonces, empezó a vagar por el bosque sin saber adonde iba. Y al cabo de mucho tiempo llegó sin saberlo al desierto donde vivía Rapunzel. Oyó un llanto y una voz que le era familiar, y allí se dirigió. Y cuando llegó ante Rapunzel, ella le reconoció y le abrazó llorando. Dos de sus lágrimas humedecieron los secos ojos del príncipe, que, al momento, quedaron curados. Entonces, el dolor se transformó en alegría, y felices y contentos llegaron al reino del padre del príncipe, donde aún vivirán si no han muerto.
me parece bien los cuentos
Es una excelente versión, tanto en el texto como en las ilustraciones. Muchas gracias.