Helmut en la ciudad

por Günter Herburger Ilustraciones de Horst Lemke

Helmut estaba en su mesa haciendo los ejercicios de aritmética. Susana estaba construyendo un castillo de almohadas en el centro de la sala.

—Será el castillo más alto que jamás se haya construido —dijo Susana— Necesito más almohadas.

Helmut no prestaba atención a su hermana. Con la pluma trataba de trazar una línea recta, debajo de los números, en una página del cuaderno. De repente, su pluma saltó y la línea atravesó la columna de números. Susana le había lanzado una almohada.

Helmut se quedó mirando el cuaderno. Vio una gruesa línea negra con un lazo al final. Parecía una cola de cerdo. Se levantó, fue hacia la pila de almohadas y le dio una patada. El castillo se derrumbó.

—No debías haberlo hecho —chilló Susana.

Helmut volvió a la mesa, pero Susana le agarró el brazo y le mordió en la mano.

Helmut se puso furioso y abofeteó a Susana.

—No te atrevas a llorar —le dijo— Estropeaste mis ejercicios. Tendré que hacerlo todo otra vez.

Susana salió corriendo de la habitación. Momentos más tarde, Helmut oyó el ruido del motor del ascensor.

—¡Susana! —gritó— ¡Vuelve aquí!

Corrió hacia el pasillo y bajó corriendo las escaleras.

Helmut y su familia vivían en el piso 15.° de un rascacielos, cerca de la calle principal. Sus padres eran los dueños de la tienda de lencería del primer piso. Quizá Susana había ido a la tienda.

Helmut entró en la tienda por la puerta trasera y buscó a Susana en todos los escondites posibles. No estaba allí. Se dirigió a la puerta que daba al exterior.

—¿Dónde está Susana? —preguntó su padre cuando Helmut llegó a la escalera.

—Está construyendo un castillo —dijo Helmut.

—¿ Quieres ir a la charcutería y comprar unos bratwurst para ti y para Susana? —preguntó su padre—. ¿O prefieres schaschlik?

—Prefiero schaschlik —dijo Helmut.

Por encima del mostrador, el padre le dio dos marcos.

Helmut jugaba con el muestrario de medias y lo hacía girar como un tiovivo. Era mejor coger el dinero y salir antes de que su padre descubriera que Susana se había marchado.

Detrás de la tienda había un aparcamiento lleno de toda clase de coches. Helmut miró en todas direcciones. No vio a Susana por ninguna parte.

Cogió el patinete de su sitio, cerca de donde estaba aparcado el coche de su padre. Montado en él, salió del aparcamiento a la calle. Se apeó y lo empujó por las escaleras del supermercado.

Vio la máquina que hace algodón de azúcar. Helmut fue con el patinete allá.

Susana no estaba. Tampoco estaba en la tienda de pescado ni en el mostrador de frutas que con mucha frecuencia visitaba.

—Hola, Helmut, cabeza de pepino —dijo alguien.

Era Sigi, montado en un patinete con neumáticos de goma y freno de pie.

—Busco a mi hermana —dijo Helmut.

—Te ayudaré a encontrarla —dijo Sigi. Salió con el patinete. Helmut le siguió.

Se metieron bajo un arco, frente a la entrada del garaje subterráneo, cerca del ayuntamiento, y esperaron. Cuando la luz se puso verde, se escurrieron hacia el garaje y se escondieron detrás de un coche, frente a la taquilla.

Una mujer estaba allí sentada, vendiendo los boletos. No vio a Helmut ni a Sigi.

Cuando el coche avanzó, ellos lo siguieron.

—Tendremos que ir aprisa —dijo Helmut.

Montaron en sus patinetes y, uno detrás de otro, enfilaron la pronunciada curva de la rampa. El conductor hizo sonar el claxon. La siguiente curva era aún más pronunciada. Helmut tuvo que usar el freno de mano. Frente a él, Sigi entró en el primer piso del garaje. Era allí donde el tío de Helmut aparcaba su coche cuando venía de visita. Susana iba a veces con él al garaje.

—Susana, Susana —llamó Helmut.

—¡Eh, vosotros! —gritó el empleado—. ¡Fuera de aquí!

Helmut se volvió y vio un hombre que iba hacia él. Sigi abandonó el patinete y comenzó a correr. Helmut corrió con el patinete entre los coches hasta el siguiente aparcamiento. Después, se dirigió a la salida.

El hombre le siguió. De repente, se paró. No sabía si coger el patinete de Sigi o seguir a Helmut.

Helmut siguió cada vez más deprisa, hasta alcanzar la rampa.

Mientras, Sigi había recogido su patinete. Helmut comenzó a subir la rampa. Se pegó a la pared para esquivar un camión de reparto. Cuando el camión pasó por su lado, Helmut se agarró a un trozo de lona que pendía de la parte trasera del camión. Sólo podía conducir con una mano y era difícil. Pero el camión le remolcó hasta arriba de la rampa, rápidamente y sin esfuerzo alguno.

Cuando llegó a la taquilla, sacó los dos marcos que su padre le había dado para comprar comida.

—¿Qué quieres? —preguntó la señora de la taquilla.

—Pagar mi aparcamiento.

—¡Quieto! —gritó el hombre que había perseguido a Helmut— ¿Qué estabas haciendo allí abajo?

—Aparcando —dijo Helmut—. Y ahora quiero pagar el aparcamiento.

—No cuesta nada aparcar un patinete —dijo la señora de la ventanilla.

—Todo cuesta algo —respondió Helmut. Pero la señora no quiso tomar el dinero.

Entretanto, Helmut vio a Sigi montado en el patinete, detrás de un camión de reparto, que se dirigía velozmente al supermercado.

—Ahí va el otro —gritó el guardián del garaje. Pero antes de que pudiera emprender su persecución, Sigi había desaparecido entre la muchedumbre.

—¿Puedo ir con usted? —preguntó Helmut al conductor del camión-. Tengo prisa.

—Yo también —dijo el conductor—. Anda, sube.

Helmut agarró el patinete, pero no pudo subirlo al camión.

—Ayúdele —dijo la señora de la ventanilla al guardia del garaje.

Helmut dejó el patinete en el suelo y subió a la trasera del camión. El guardia levantó el patinete y Helmut lo metió en el camión. El vehículo comenzó a moverse. La señora le saludó con la mano. Helmut quiso saludarle también, pero en aquel momento el camión aceleró y Helmut, perdiendo el equilibrio, se cayó sobre unos sacos.

Pasaron el ayuntamiento y la estación del tren. El camión entró en el túnel de la ciudad. Salió del túnel y pasó por la fábrica de gas. Finalmente, se detuvo en el patio de un hotel.

Helmut saltó del camión y bajó el patinete.

—Tengo que buscar a mi hermana —dijo al conductor del camión-. ¿Dónde estamos?

—Lejos de la ciudad —dijo el conductor.

—¿Va usted a regresar a la ciudad? —preguntó Helmut.

—Hoy no —replicó el conductor—. Pero si pasas por el hotel y sales a la calle, puedes tomar un autobús que te llevará donde quieras.

Helmut cogió su patinete y siguió al hombre hasta el edificio.

El conductor le dijo adiós y desapareció tras la puerta. Helmut, montado en el patinete, cruzó un ancho pasaje, hasta llegar a un callejón, y, por un puente, salió a la calle.

—¿Dónde puedo tomar el autobús para ir a la ciudad? —preguntó Helmut al portero del hotel.

—Allí mismo —dijo el portero—. ¿Quieres un taxi?

—Demasiado caro —dijo Helmut—. Pero ayúdame, por favor, debo ir a la ciudad y encontrar a mi hermana. Se escapó de casa.

El portero andó hasta la curva y esperó. Pasaron coches, autobuses y camionetas. De pronto, haciendo señales con los brazos, hizo sonar un silbato. Se detuvo un camión, con una mezcladora de cemento. El conductor habló por la ventanilla con el portero. Se dieron la mano. Después el portero hizo señales con la mano a Helmut para que se acercara. Helmut fue con su patinete hacia allí.

—Aquí está —dijo el portero al conductor— Debe ir a la ciudad. Llévalo contigo.

—Sube —dijo el camionero.

Helmut subió a la cabina del camión. El portero le ayudó a cargar el patinete. El camionero pisó el acelerador y el camión salió rugiendo.

‘ —Tienes suerte. El portero es mi cuñado. Paso por delante dei hotel unas veinte veces al día para ir de la fábrica al almacén —dijo el conductor.

Helmut estaba sentado muy por encima del tráfico, por encima de todos los coches de la carretera. ¡Qué divertido debía ser ir montado así y verlo todo!

Cuando llegaron a la ciudad, pasaron por un puente que estaba al nivel del tercer piso de los edificios. Helmut pudo ver gente trabajando en las oficinas.

Una vez Helmut intentó pasar en patinete por aquel mismo puente, pero un policía le detuvo diciéndole que estaba prohibido. Ahora ningún policía podía ver su pie sobre el patinete, porque iba en la cabina del conductor.

—¡Más aprisa! —gritó Helmut, haciendo sonar el timbre del patinete— Debemos ponemos delante de todos.

El conductor se rió y aceleró. Helmut vio cómo subía la aguja del velocímetro.

Llegaron al almacén y se detuvieron. Helmut se apeó del camión y bajó su patinete.

Mirando a su alrededor vio un andamio, casi terminado, que se levantaba sobre los edificios. Pasó patinando entre charcos de agua y sobre planchas metálicas.

Se detuvo a contemplar cómo unos hombres con cascos de plástico azul transportaban marcos de ventana al andamio. Arriba, dos hombres, atados con correas a la pared del edificio, ponían marcos en las ventanas. Helmut fue después patinando hacia un montacargas.

—Busco a mi hermana —dijo al hombre que hacía funcionar el motor-. Pero ya veo que no está aquí. Me parece que siempre me equivoco de sitio.

—Si miras por todas las calles de la ciudad, tardarás mucho tiempo —dijo el hombre—. Quizá puedas verla si subes a lo alto de este edificio y la buscas con el telescopio.

Helmut se alegró tanto de poder subir a lo alto del edificio que le dio al hombre los dos marcos que su padre le había entregado para comprar schaschlik. Entró en el ascensor y se agarró fuerte. Fue subiendo. El hombre que hacía marchar el motor se hacía cada vez más pequeño. El ascensor se balanceó hacia adelante y hacia atrás. Helmut se asustó. Se volvió y miró a la pared. Se sintió así más seguro.

—Debo encontrar a mi hermana —dijo Helmut al hombre que manejaba el telescopio.

—¿De qué color es su vestido?

—Verde —dijo Helmut— Susana se escapó y si no la encuentro antes de que mis padres vuelvan a casa, me castigarán.

El hombre ajustó el telescopio y puso un cajón vacío cerca de él, para que Helmut se subiera.

—Cierra el ojo izquierdo y mira por la lente con el derecho —dijo el hombre.

Helmut obedeció. A través del telescopio, los edificios parecían estar muy cerca. Lo mismo ocurría con el parque de la ciudad y la calle mayor.

mi

Vio muchos niños con personas mayores, pero ninguno iba solo. Miró arriba y abajo en todas las calles. Vio la máquina de algodón de azúcar y la entrada del garaje subterráneo, pero no pudo ver a Susana. Una vez le pareció ver a Sigi, pero el chico iba en un patinete con ruedas de madera. El de Sigi llevaba ruedas de goma.

Vio después el edificio donde vivía. Por la ventana de la cocina vio su habitación. No había nadie en la cocina ni en la salita. Hizo girar el telescopio y miró la puerta de entrada de la tienda de su padre. Vio a su padre ayudando a un cliente a llevar paquetes a. un taxi que esperaba. Sus padres estaban aún trabajando.

—No sirvió de nada —dijo Helmut al hombre—. Gracias por dejarme mirar. Pero no consigo ver a mi hermana en ningún sitio.

Helmut atravesó corriendo el tejado y se metió en una carretilla. El interior de la carretilla estaba cubierto de yeso mojado y se acurrucó cuanto pudo y esperó a que alguien metiera la carretilla en el montacargas.

Mientras éste iba bajando, la carretilla chocaba contra la pared. Helmut pudo oír cómo descargaban camiones abajo. El montacargas se paró de repente, delante de una especie de carbonera que tenía un agujero. Inmediatamente comenzó a caer sobre Helmut cemento blando y arena.

—¡Sáquenme de aquí! —gritaba Helmut— ¡Sáquenme de aquí!

Afortunadamente, un obrero oyó a Helmut. Acercó una palanca a la carretilla y Helmut salió, mojado y con la ropa revuelta.

—Démosle una ducha —dijo el obrero.

—No, se resfriará —dijo otro.

—¿Toses a menudo? —preguntó un tercero.

Helmut negó con la cabeza. No sabía si llorar o reír. El hombre que manejaba el ascensor tenía una manguera. Echó agua sobre los zapatos de Helmut. Otro hombre frotó sus ropas con un paño húmedo.

Después le hicieron ponerse frente a una máquina de

aire.

 

—¡Agárrate fuerte! —gritó alguien.

Se abrió la válvula de la máquina de aire y a cierta distancia apuntaron el tubo de salida hacia Helmut. Un viento tremendo golpeó a Helmut. Todo se hizo borroso. El aire le golpeaba tan fuertemente que apenas podía respirar. Daba boqueadas como un pez. Cuando la máquina de aire se paró, los vestidos de Helmut estaban completamente secos. La maravillosa máquina había secado también los zapatos. Contento, Helmut movió los dedos de los pies dentro de los calcetines.

—Bueno, amigo —dijo el capataz—, todo ha terminado bien. Ahora, a casa.

Helmut cogió su patinete y marchó a toda prisa. Tomó un atajo. Al poco rato, estaba aparcando al lado del coche de su padre.

Subió en ascensor al piso.

Susana estaba durmiendo en el suelo de la salita.

—Así que era aquí donde estabas —gritó Helmut.

Susana se despertó.

—¿Me buscabas? —preguntó-. Fui a la fábrica de papel y vi unas máquinas que rompen cartón y luego prensan los trozos para hacer grandes bolas.

Para demostrar a Susana que la había perdonado, Helmut construyó un castillo con todas las almohadas del apartamento. Después se sentaron en el castillo y contemplaron las luces de la ciudad.

—No le diré a nadie que me has pegado —dijo Susana.

Helmut sonrió.

—Y yo no diré que te fuiste a la fábrica de papel, donde no te dejan ir.

Era como si nunca se hubieran peleado.

Mañana, Helmut hará su ejercicio de aritmética. Algún día, él y Susana contarán a sus padres lo que hicieron aquel día. Algún día.

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Eduardo

Amo estos cuentos de toda la enciclopefia, muy buenos y gratos recuerdos de mi niñez asombroso

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