La recompensa del posadero

Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, se había alojado en una posada situada en pleno campo para pasar la noche.

Por la mañana, se levantó de la cama, se vistió y bajó las escaleras de la posada. Varios generales que estaban en la cocina se pusieron firmes y saludaron cuando el emperador entró. El posadero y su mujer también se encontraban allí. Ambos, al principio, se habían asustado ante la presencia del ejército francés, acampado en los prados de los alrededores, y por tener al propio emperador en su casa. Sabían que éste tenía un genio terrible.

Pero ahora estaban a punto de marcharse.

Napoleón aceptó una taza de café del posadero y dijo:

—Has sido un buen huésped. Quiero recompensarte. Dime qué deseas y será tuyo.

Estas palabras sorprendieron al posadero. No esperaba qué se le pagara. Estaba asustado.

“Si pido mucho —pensó el posadero-, quizá se enfade y me castigue. Si le pido algo que no pueda darme, posiblemente se enfurecerá también”.

—¿Qué eliges? —preguntó el emperador.

—Excelencia, nuestras necesidades son pocas y tenemos cuanto deseamos. Ha sido un gran placer serviros. No queremos recompensa alguna.

—Pero yo insisto en pagarte. ¡Dime cuál es el precio! -pidió Napoleón.

—Excelencia, no necesitamos nada. Pero, si vuestro deseo es recompensamos, en vez de damos dinero, quizá podríais relatamos algún suceso.

—¿Cuál? —preguntó Napoleón.

—Hemos oído que durante la campaña de Rusia, el enemigo se apoderó de la granja donde habíais pasado la noche. Mientras los rusos registraban la casa os escondisteis en la chimenea —dijo el posadero—. Yo me consideraría recompensado si Vuestra Excelencia nos dijera cómo os sentíais mientras los rusos os buscaban.

Cuando el posadero terminó de formular su petición, miró al emperador y quedó horrorizado. Había una expresión de furia en el rostro de Napoleón. Con una señal llamó a dos de sus hombres y después se dirigió hacia la puerta. Los soldados se apoderaron del posadero y de su mujer y los sacaron al patio del establo, los llevaron a un rincón y los pusieron de espaldas a una valla.

El posadero comenzó a suplicar:

—jPor favor, Excelencia, tened piedad de nosotros! No lo hice con mala intención. Siento lo que dije. Si queréis matarme, perdonad al menos a mi mujer. ¡Apiadaos de nuestros hijos!

Y mientras decía esto, su mujer sollozaba desesperadamente.

El emperador permaneció impasible. Mientras tanto, los soldados ataban a la espalda las manos del posadero y de su mujer.

Después se alejaron de ellos unos pasos y el posadero vio cómo levantaban las armas y se disponían a disparar. Sólo entonces Napoleón habló:

—¡Preparados! —ordenó a los soldados—. ¡Apunten!

La mujer del posadero lanzó un grito.

—¡Alto! —gritó el emperador. Y avanzó hacia donde estaban los prisioneros.

—Ahora -dijo—, ya sabes cómo me sentía cuando los rusos me estaban buscando.

MORALEJA: A menudo no puedes comprender lo que siente una persona si no te has encontrado en situación similar.

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