Si quieres saber qué hora es, miras un reloj; el tuyo o el de algún edificio. Si quieres saber la fecha, consultas el calendario.
El reloj mide el tiempo de un día. Te permite saber cuándo es la hora de ver los programas de televisión que te gustan. El calendario representa el tiempo durante un ano. Te dice lo que falta para tu cumpleaños, y en qué día caerá.
Hace miles de años, la gente no tenía necesidad de relojes ni de calendarios. Vivía al día. Un día se parecía muchísimo a otro. El tiempo carecía de importancia. Cuando había que medir el tiempo se contaban los “soles”, “lunas”, “inviernos” o “veranos”.
Un “sol” era un día (veinticuatro horas), es decir, el tiempo que tardaba el sol en volver a estar en cierto lugar del cielo. Un viaje corto podía durar dos o tres “soles”, que quería decir dos o tres días.
Una “luna” era el período de tiempo comprendido entre una luna llena y la siguiente. Este cambio de la luna, de redonda y brillante a oscura, y de nuevo a brillante otra vez, tarda en completarse cerca de treinta días, casi lo que llamamos un mes. Así pues, cuando alguien hablaba de algo que había ocurrido “hace muchas lunas”, quería decir que hacía muchos meses.
Cuando querían referirse a algo que había ocurrido años antes, decían que hacía “muchos inviernos” o “muchos veranos”. Cuando los hombres empezaron a practicar la agricultura para alimentarse, necesitaron saber en qué época del año habían de sembrar. El sol y la luna no se lo podían decir, ¡ pero sí las estrellas!