Anasi y los Plátanos

por Philip M. Sherlock

Era un hombre y era una araña.

Cuando las cosas marchaban bien, era un hombre; pero, si se encontraba en peligro, se transformaba en una araña que vivía a salvo en su red, allá arriba, en el techo. Por esto, su amigo Ratón le llamaba «Tomás, el del techo».

La casa de Anansi se encontraba en un pueblo de las selvas del Africa Occidental. De allí, hace muchos años, miles de hombres y mujeres fueron a las islas del Caribe. Llevaron con ellos sus cuentos preferidos, los cuentos que hablan del astuto Anansi y de sus amigos, Tigre, Cuervo, Ratón y Alejandro, el gato.

Hoy, las gentes de las islas todavía relatan estos cuentos. En algunos pueblos de Jamaica, los chicos se reúnen en torno a una anciana cuando se pone el sol y escuchan los cuentos de Anansi.

A la hora del crepúsculo, ven a los animales, la cabra, el ratón, el cuervo y todos los demás, comportarse como seres humanos. Ven cómo se alegran todos cuando aparece Anansi. Se ríen de la forma en que se burla de todos los animales fuertes, y de cómo obtiene lo que quiere de los mayores que él. Y después, el cuento se acaba. Llega la noche y la hora de irse a dormir. Pero al día siguiente, cuando los niños ven una araña, saben que se trata de algo más. Saben que es Anansi, el hombre araña, y no le hacen daño.

Era día de mercado, pero Anansi no tenía dinero. Estaba sentado a la puerta de su casa y veía cómo Tigre, el gato Alejandro, Perro y Cabra se dirigían al mercado para comprar o vender. Él no tenía nada que vender porque no había crecido nada en su campo. Ni nada que comprar, porque Tortuga le había ganado las pocas monedas que tenía ahorradas y que guardaba en una calabaza rota debajo de su cama. ¿Cómo iba a encontrar comida para su mujer, Cruky, y para sus hijos? Y, sobre todo, ¿cómo iba a encontrar comida para él mismo?

Al cabo de un rato, Cruky llegó a la puerta y le dijo:

—Debes salir, Anansi y buscar algo de comida. No tenemos nada para comer y nada para cenar, y mañana es domingo. ¿Qué vamos a hacer sin un solo trozo de comida en casa?

—Voy a salir a buscar trabajo para poder comprar algo de comer —contestó Anansi—. No te preocupes. Cada día me ves salir sin nada y regresar con algo. ¡Espera y verás!

Anansi anduvo hasta casi mediodía, pero no encontró nada, y se echó a dormir a la sombra de un gran mango. Allí durmió hasta que el sol comenzó a ponerse. Después, con el frescor de la tarde, se levantó para regresar a casa. Caminaba despacio porque le daba vergüenza regresar con las manos vacías. Se iba preguntando qué podía hacer y dónde encontraría comida para los niños, cuando se encontró con su amigo Ratón que iba a su casa con un gran racimo de plátanos. El racimo era tan grande y pesaba tanto que el hermano Ratón tenía que andar inclinado, casi hasta tocar el suelo con la cabeza, para llevarlo.

Los ojos de Anansi brillaron cuando vio los plátanos, y comenzó a hablar a su amigo Ratón.

—¿Cómo estás, amigo Ratón? Hace muchos días que no te veo.

—¡Oh, vamos tirando, vamos tirando! —repuso Ratón— Y tú, ¿’cómo estás? ¿Y tu familia?

Anansi puso la cara larga, lo más larga que pudo, hasta que su barbilla casi le tocó los pies. Movió la cabeza y se lamentó:

—¡Ay, hermano Ratón —dijo—, los tiempos son malos, muy malos! Apenas puedo encontrar nada que comer de un día para el otro. —Al decir esto se le llenaron los ojos de lágrimas y continuó:

—Ayer estuve todo el día caminando. Hoy he andado sin parar y no he encontrado ni una patata ni un plátano —y miró un momento el gran racimo de plátanos— ¡Ay, hermano Ratón, los niños no tendrán más que agua para cenar esta noche!

—No sabes cuánto siento oír esto —le dijo Ratón—. Lo siento mucho, de verdad. Ya sé lo que es llegar a casa sin llevar nada de comer para mi mujer y mis hijos.

—Sin ni siquiera un plátano —exclamó Anansi, mirando de nuevo el racimo de plátanos.

El hermano Ratón miró también el racimo. Lo puso en el suelo y lo observó en silencio.

Anansi no dijo nada, pero avanzó hacia los plátanos. Le atraían como si fueran un imán. No podía quitarles los ojos de encima, salvo para dirigir una mirada furtiva a la cara de Ratón. Este no decía nada. Anansi tampoco dijo nada. Ambos miraron los plátanos y finalmente, Anansi habló:

—Amigo mío, qué hermoso racimo de plátanos. ¿Dónde lo conseguiste, con estos tiempos tan duros que corren?

—Es todo lo que quedaba en mis campos, Anansi. Este racimo debe durar hasta que aparezcan los guisantes, y aún les falta.

—Pero pronto estarán listos —repuso Anansi—. Sí, pronto estarán listos. Hermano Ratón, dame uno o dos plátanos. Los niños no han comido nada y no tienen más que agua para cenar.

—Bueno, Anansi —concedió Ratón—. Espera un momento.

Contó cuidadosamente los plátanos y después dijo:

—Bueno, hermano Anansi, quizás… —los volvió a contar y, finalmente, cortó los cuatro plátanos más pequeños y se los dio a Anansi.

—¡Gracias! —exclamó Anansi—. ¡Gracias, amigo mío! Pero, Ratón, no hay más que cuatro plátanos, y somos cinco en la familia: mi mujer, los tres chicos y yo.

Ratón fingió no oírle. Sólo dijo:

—Ayúdame a poner el racimo de plátanos en la cabeza, hermano Anansi, y no trates de conmoverme más.

Así que Anansi tuvo que ayudar a Ratón a cargarse el racimo sobre la cabeza.

Ratón echó a andar, caminando despacio abrumado por el peso de los plátanos. Entonces, Anansi marchó a su casa. Podía ir deprisa, porque los plátanos no eran un gran peso. Cuando llegó a ella, enseñó los plátanos a Cruky, su mujer, y le dijo que los preparara para la cena. Salió de nuevo y se sentó a la sombra del mango, hasta que la mujer le dijo que los plátanos estaban ya preparados.

Anansi entró en casa. Allí estaban los cuatro plátanos dispuestos. Cogió uno y se lo dio a la niña. Dio otro a cada uno de los chicos. El último, el más grande, se lo dio a su mujer. Después se sentó, con las manos vacías y la cara triste. La mujer le dijo:

—¿•No quieres un plátano?

—No —repuso Anansi, dando un profundo suspiro—. Sólo hay para cuatro. Yo también tengo hambre, porque no he comido nada; pero sólo hay cuatro plátanos.

Los niños preguntaron:

—¿•Tienes hambre, papá?

—Sí, hijos míos, tengo hambre, pero vosotros sois muy pequeños. No podéis encontrar comida. Es mejor que yo me quede con hambre y que llenéis vuestros estómagos.

—¡No, papá! —gritaron a coro los niños— Tu debes comer la mitad de nuestros plátanos.

Todos rompieron los plátanos en dos trozos y cada uno dio la mitad a Anansi. Cuando Cruky vio lo que pasaba, también dio a Anansi la mitad de su plátano.

  • así, finalmente, Anansi comió más que nadie…, como siempre.


 

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