La mofeta en el horno de la tía Odette

Cierta vez, amigos míos, vivía en Canadá una vieja mujer a la que llamaban tía Odette. Era una mujer pequeñita y regordeta que tenía unos ojos negros y relucientes, un poquito de bigote y una doble barbilla. Vivía en un extremo del pueblo, en una hermosa casita con tejado puntiagudo y dos ventanas de buhardilla.

La tía Odette estaba siempre sola, sin más compañía que los animales del granero y «Chuchu», el gran gato gris, que también vivía en la casa.

Ella sola cultivaba su propio campo y cuidaba de los animales, porque era demasiado avara para pagar a alguien que la ayudara.


Por esto, las cosas no le iban siempre del todo bien. El buey rompía la empalizada, el agua del pozo se helaba o el techo comenzaba a gotear.

Sucedió que, un martes por la mañana, la tía Odette se levantó muy temprano para encender el fuego del horno. El pan crudo estaba en la artesa, el tiempo era bueno y había mucha leña para encender el fuego. Todo hacía pensar en un día de esos en que las cosas salen bien de la mañana a la noche.

La tía Odette, después de reunir un poco de leña, la cogió y la llevó al horno. La dejó formando un montón bien arreglado y cogió un palo. Se dio cuenta de que la puerta del horno había quedado abierta, por lo que introdujo el palo dentro para asegurarse de que no hubiera hojas ni ramas. Pero el palo no podía entrar porque algo se lo impedía.

La vieja se agachó un poco y miró al interior del homo. Sus ojos contemplaron un espectáculo que le hizo gritar y cerrar de golpe la puerta.

Salió corriendo al patio, tan deprisa como sus pies y sus viejos huesos se lo permitieron.

En la granja de Albino Roberge vio a éste que sacaba agua de su pozo.

—¡Albino, Albino! —gritaba sin aliento—. ¡Ven en seguida! Hay una mofeta en mi homo.

Albino dejó que el cubo se sumergiera otra vez en el pozo y miró con gran asombro a la tía Odette.

—¿Está segura de que es una mofeta? —preguntó Albino. Quizá sea su gato.

—¡Créeme! —dijo la tía Odette—. Si la mofeta hubiera disparado sus olores contra mí, no tendrías por qué hacer esta pregunta. Claro que es una mofeta. ¿’Acaso mi gato es negro y tiene una raya blanca en la espalda?

Mientras Albino estaba aún allí como un estúpido, igual que Renato, el hijo tonto de Francisco Ecrette, le explicó con detalle lo que había pasado.

—He salido temprano para encender mi homo -dijo ella-. Llevaba un poco de leña bajo el brazo: así. La he dejado allí mismo. He empuñado este palo, ¿lo ves? La puerta del homo estaba abierta, por eso he hurgado con el palo. Pero había algo en el horno: era una mofeta. ¡Hay una mofeta en mi horno!

Por fin, pareció que Albino Roberge había entendido.

—Iré apenas termine de sacar el cubo de agua —prometió.

La tía Odette le volvió la espalda y se dirigió de nuevo a la carretera. Pero no fue a su casa. Se encaminó a la granja de Juan La- badie. Si dos cabezas piensan mejor que una, tres serían aún más de fiar.

Juan Labadie iba hacia su gallinero llevando en la mano un cubo con comida para las gallinas. Tía Odette se le acercó resoplando.

—¡Juan, Juan Labadie! —gritó—. ¡Ven en seguida; hay una mofeta en mi horno!

Juan Labadie la miró cortésmente.

—¿Está segura de que es una mofeta? —preguntó—. A lo mejor no es más que un trozo de piel vieja tirada allí.

Tía Odette comenzaba ya a desesperar de sus vecinos. Cuando se encontraban frente a una situación desacostumbrada parecían aún más tontos que Renato Ecrette que andaba por el campo hablando con los pájaros y las plantas.

—¡Claro que es una mofeta! —insistió—. ¿Acaso iba yo a tirar un trozo de lo que fuera? ¿’Es que me tomas por una manirrota?

Juan tuvo que admitir que su vecina podía ser cualquier cosa menos manirrota.

—Me levanté temprano para encender el fuego y cocer el pan —explicó ella—. He recogido un poco de leña y la he dejado allí; después, he empuñado este mismo palo. La puerta del horno estaba abierta y por eso he tenido que hurgar con el palo. Pero había algo en medio: ¡había una mofeta en el horno!

La tía Odette lloraba y se retorcía las manos.

—Iré tan pronto como termine de dar de comer a las gallinas -prometió Juan Labadie.

La tía Odette dio media vuelta y se dirigió, casi cojeando, a la granja de Andrés Drouillard. Las reacciones de sus vecinos parecían extrañamente lentas en aquella fresca mañana que se había estropeado de manera tan inesperada. Tenía necesidad de todas las cabezas, cabezas que, al mismo tiempo, le hubiera gustado hacer rodar.

Andrés Drouillard salía por la puerta trasera. Pareció sorprendido al ver que la tía Odette le visitaba a aquellas horas, porque la vecina no era muy sociable que digamos.

—¡Andrés Drouillard! —llamó la mujer—. ¡Ven en seguida; hay una mofeta en mi horno!

—¿•Estás segura que se trata de una mofeta? —dijo Andrés mirándola—. A lo mejor has visto una sombra al abrir la puerta del horno.

—¿•Acaso las sombras tienen una cola con pelos? —preguntó—. ¿Tienen dos ojos brillantes? ¿Rechinan sus dientes? ¡No! Las cosas han ocurrido de esta manera: he salido temprano para encender el fuego y cocer el pan; llevaba un poco de leña en mis manos, la hedejado allí y he empuñado este palo. La puerta del horno estaba abierta, por eso he hurgado en él. Pero había algo; había algo en medio. Era una mofeta.

La cara de Andrés se iluminó.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —dijo—. Voy en seguida.

Así, hasta que sus fuerzas se lo permitieron, tía Odette fue de granja en granja buscando ayuda.

  • todos llegaron rápidamente, porque una mofeta en el horno propio es una calamidad, pero una mofeta en el horno ajeno es una diversión. Desde el domingo anterior no se había reunido tanta gente en el polvoriento camino.

    Albino Roberge y su familia fueron los primeros en llegar; Juan Labadie llegó poco después. Albino abrió la portezuela del horno, miró y la cerró en seguida con cuidado.

    —¡Sí, es una mofeta! —dijo.


    Juan Labadie abrió también la portezuela, miró dentro y volvió a cerrar con tantas precauciones como el otro.

    —Tienes razón —admitió—. ¡Es una mofeta!

    A pares, de tres en tres, de cuatro en cuatro, fue llegando la gente. Allí estaban los cinco hermanos Meloche, de ojos azules, bromeando con la graciosa Eulalia Beneteau y tratando de hacerla reír para que se formaran hoyuelos en sus mejillas. El tendero Enrique Dupuis, con aspecto de haber comido uno de sus propios pepinos en vinagre, se mantenía a dos pasos de su chismosa mujer, Hortensia. Allí estaba también Delfina Langlois, la solterona, y otros muchos vecinos sin importancia, que, por cierto, no iban a prestar ninguna ayuda.

  • para cerciorarse personalmente, todos tenían que inspeccionar el horno, cerrar la puerta y confirmar que el inesperado huésped era en verdad una mofeta.

    Puesto que ya había llegado toda la gente dispuesta a cooperar y nadie negara que había una mofeta en el horno de tía Odette, ya era hora de pensar en algo para hacerla salir.

    —Voy a casa a buscar la escopeta —dijo Juan Labadie—. Acabaré pronto con esa «huéspeda».

—¡No, no! —gritó tía Odette—. ¡Dentro del horno, no!

—¡Dentro del horno, no! —corearon los demás—. No podría cocer pan en él durante un mes, por lo menos. Y tal vez nunca más.

—¡Y además podrías estropearle la piel! —añadió Albino Roberge, como buen cazador y que sabía de qué estaba hablando.

—Podríamos traer uno de nuestros perros —sugirió uno de los Meloches de ojos azules—. Cuando el perro empiece a ladrar, la mofeta, asustada, saldrá del horno.

—¡No, no! —dijo tía Odette—. No debemos asustar a la mofeta mientras esté en mi horno.

Todos se mostraron de acuerdo. Aquello era verdad. Una mofeta se convierte entonces en un bicho muy desagradable.

—Podríamos atar un pedazo de carne a una cuerda y con este cebo hacerla salir del horno —propuso otro—. ¡Tía Odette, traiga un trozo de carne!

—¡No tengo carne! ¡Y aunque la tuviera —aseguró la vieja—, no la malgastaría con una mofeta!

Por tanto, ese plan fue descartado ya que nadie quería poner su carne para lograr que una mofeta saliera del horno de la tía Odette.

—Deberíamos ir a avisar al cura —sugirió la señora Roberge-. Puede que sepa lo que hay que hacer. —Pero los demás pensaron que era un asunto para el médico, el doctor Brisson.

—Podría administrar a la mofeta una píldora para que se durmiera —dijo uno-. Después la llevaríamos al bosque.

—¡No, no! —gritó Albino Roberge—. No voy a dejar que un hermoso pellejo como éste se me escape. Yo me ocuparé de la mofeta una vez que esté dormida.

El más joven de los Meloche se echó a reír:

—¡Ja, ja! —gritó—, imagínense la sorpresa de la mofeta cuando se despierte y encuentre su piel en el armario de Albino Roberge y la cuenta del doctor Brisson atada a una pata.

Todos, salvo la tía Odette, se rieron y el buen humor se extendió por todo el grupo. Andrés Drouillard se acordó del tiempo en que trabajaba en los campos de leñadores y un puerco espín se quedó dormido en su bota durante una noche.

—Creedme, amigos —añadió—, un puerco espín en una bota crea tantos problemas como una mofeta en un homo.

Pronto, Juan Labadie contó el cuento de una cierva que se quedó encerrada con sus vacas en el corral todo un invierno.

—Y cuando llegó la primavera concluyó—, aquella cierva había tenido dos cervatillos que crió junto a las terneras.

Lástima que el viejo Gabriel Meloche no estuviera allí con su violín y que el pan de la tía Odette no se hubiera cocido todavía, pues en este caso se hubiera convertido aquello en una bonita fiesta.

La tía Odette era la única que no podía olvidar la razón por la cual habían abandonado sus trabajos aquella mañana para ir corriendo a su granja.

—¡La mofeta! —les recordó—. La mofeta está aún en mi homo. ¿Cómo voy a cocer hoy el pan?

Uno a uno, los vecinos se dirigían al homo, abrían la puerta y veían allí a la mofeta. Después, cerraban con cuidado la puerta.

—¡Sí —se decían uno a otro—, todavía está allí!

  • mientras esto sucedía, Samigish, el indio, llegaba por la carretera a lomos de su caballo. Cuando vio a todo el mundo en el patio de la granja de la tía Odette con el aspecto de quienes esperan sentarse a la mesa de una fiesta, bajó del caballo, atravesó la empalizada y entró.

    La tía Odette se alegró mucho al ver que un indio entraba en su huerto. Después de todo, el problema lo podía solucionar mejor una persona habituada a las cosas de la naturaleza.

    —¡Samigish! —gritó—. ¡Ven a ayudamos! Hay una mofeta en el horno. Necesitamos tu ayuda.

    —¿Estas segura de que es una mofeta? —preguntó Samigish, el cual nunca había oído que una mofeta pudiera estar en el homo de un hombre blanco. Pan, carne de venado o jamón, sí; pero una mofeta, no.

    —¡Claro que es una mofeta! —dijo Albino Roberge con disgusto, porque todos sabían ya que era una pregunta estúpida.

    Samigish abrió la puerta, miró y después la cerró.

    —¿Qué podemos hacer? —preguntó la tía Odette.

Samigish se pasó la lengua por los labios.

—Mofeta tierna, joven —dijo—. ¿Nadie tener una cerilla?

—¡Oh, no, no! —chilló la tía Odette—. ¡No en mi horno!

Todos trataron a la vez de expliar al indio que la mofeta no debía cocerse en el horno.

Samigish los miró sorprendido y se encogió de hombros.

—Entonces, ¿por qué mofeta estar en horno? —preguntó.

Pero no esperó respuesta. Las respuestas, en realidad, nunca explican las extrañas razones del hombre blanco. Subió otra vez a su caballo y se alejó sin añadir palabra.

Todos comenzaban a sentirse un poco aburridos de todo aquello. Y, además, no parecía que la tía Odette fuera a servirles algo de comer o beber.

Juan Labadie se acordó de que no había ordeñado la vaca.

Andrés Drouillard habló de limpiar el granero.

La señora Roberge dijo que hacía rato que había sonado la hora del desayuno.

Fue en este momento cuando Renato Ecrette, el hijo tonto de Francisco, pasó por allí arrastrando los pies y balanceando la cabeza a derecha e izquierda. Su mirada oscura se iluminó al ver la reunión en el patio de la tía Odette. Como Samigish, pensó que donde hay gente debe haber comida. Y entró.

Cuando Renato entró en el patio, la tía Odette había ya agotado casi todos sus recursos. Hizo una tentativa desesperada para librarse de la mofeta. Aquel Renato tal vez era tonto, de acuerdo; pero se decía que hablaba con los pájaros y los árboles. Quizá supiera también tratar con los animales del bosque.

La vieja, con un revuelo de faldas, se dirigió corriendo hacia él.

—¡ Renato! —gritó—. ¡ Renato Ecrette! Hay una mofeta en mi horno. ¿Puedes sacarla de allí sin que se asuste?

Renato asintió gravemente con la cabeza. Y no dijo: «¿Estás segura que es una mofeta?»

—¡Haz algo! —imploró la tía Odette.

Renato asintió de nuevo.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó la tía Odette.

Pero Renato no le contestó. Se acercó al horno, golpeó con la mano y abrió la puerta. Se inclinó hacia el interior. La gente le oyó hablar con voz suave y cariñosa. Nadie entendió lo que decía porque Renato había introducido la cabeza en el horno. Y nadie se atrevió a acercarse más para oírle mejor. Había tensión en el ambiente; la tía Odette la percibía desde la cinta que llevaba en el pelo hasta los sabañones de sus pies.

Por fin, Renato sacó la cabeza. Todos miraban estirando el cuello. No ocurrió nada durante unos minutos, y, de pronto, la afilada cara de la mofeta apareció en la puerta del horno. Todos dieron unos pasos atrás. La mofeta, perezosamente, pasó por el borde y se dejó caer al suelo.

Con paso lento comenzó a caminar hacia el patio. La gente se apartó respetuosamente para abrirle camino, el cual se iba ensanchando más y más.

La mofeta se encaminaba hacia el bosque. Avanzaba con aire majestuoso, con la cola en alto a modo de bandera blanca, y ni el propio trampero Albino Roberge se atrevió a interceptarle el paso.

Las miradas de todos la siguieron recelosas hasta que desapareció entre los arbustos.

La tía Odette estaba radiante. Los demás no ocultaban su asombro. Se reunieron todos alrededor de Renato Ecrette.

—¿Qué le has dicho? —preguntó André Drouillard.

—¿Cómo has conseguido que se fuera? —inquirió Juan Labadie.

Renato bajó la cabeza y movió los brazos hacia delante y hacia atrás; no estaba acostumbrado a estas muestras de admiración de parte de sus vecinos. Por último, entre todos lo convencieron para que revelara su secreto.

—Le he dicho que si se quedaba más tiempo en el horno —explicó— empezaría a oler como el pan de la tía Odette, y todas las demás mofetas se alejarían de ella.

Como veis, amigos, sólo el tonto de Renato Ecrette fue bastante listo para comprender que, incluso una mofeta, el más humilde de los animales, tienen su amor propio y valora la buena opinión de sus semejantes.

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Sergio_Cama

Esta cuento y pronto el perro fiel eran mis preferidos. Aunque recuerdo que este lo leía más por algún motivo.

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