El don de Midas

Érase una vez un rey llamado Midas que vivía en un palacio resplandeciente y tenía casi todo lo que un ser humano podía desear: una buena esposa, una bella hija rubia, un gato de ojos verdes, platos de oro, plata y un palacio lleno de criados que le servían a él y a su familia.

Pero Midas estaba malhumorado. Su único placer era atesorar oro, y nunca parecía tener bastante. Amaba tanto el oro que incluso a su hija la llamaba María Oro. Pasaba muchas horas al día contando las monedas. Y antes de irse a la cama abría los cofres en que las guardaba para mirarlas y tocarlas.

Un día que estaba acariciando su oro, una sombra temblorosa se le apareció. Midas tuvo la certeza de que el visitante era un dios. De pronto, la sombra habló:

—Soy el mensajero de los dioses. Vengo a concederte cualquier cosa que desees, pero, ¡fíjate bien!, una sola cosa.

—¡Oh! —dijo el rey sin dudar— Quiero que todo lo que toque se convierta en oro.

—Tu deseo te ha sido concedido —dijo la sombra—, y desapareció.

Al momento, Midas se volvió hacia sus cofres de madera y pasó la mano por encima de uno de ellos. Inmediatamente, la madera se convirtió en oro. Los ojos de Midas se dilataron de asombro. Corrió hacia su silla favorita, la tocó… y la silla se transformó en oro. Se sentó entusiasmado en su nueva silla de oro. No era tan confortable como antes, porque el cojín se había convertido también en ese metal.

«No importa —pensó Midas—. Puedo muy bien soportar estas molestias a cambio de una silla de oro.»

Antes de cenar, dio un paseo por el jardín para probar su nuevo don sobre algunas flores. Tocó una amapola. El tallo y la flor entera se convirtieron en oro. Midas sonrió con deleite. Después tocó una rosa y una margarita. Inmediatamente se transformaron en oro. Logró entretener el hambre mientras convertía en oro una docena de flores o más.

Los criados habían preparado una hermosa mesa para el rey, con cordero asado, sopa, pan y una cesta llena de frutas.

«¡Qué cosa tan milagrosa y maravillosa me ha ocurrido!», pensaba Midas mientras cogía el plato de sopa. En el momento en que tomó la sopera, ésta se convirtió en oro. Y lo mismo pasó con la sopa. Fue a coger el cordero, porque tenía mucha hambre. Éste también se convirtió en oro. ¡Pobre Midas! ¿Qué podría hacer? Cogió entonces el pan con una mano y con la otra una manzana. Ambas cosas quedaron convertidas en trozos de oro.

—¡Voy a morir de hambre! —gritó el rey. Comenzó a pensar en que su don de convertir todo en oro no era tan maravilloso como había creído.

Con cara muy triste, se sentó en su silla de oro, pensando en la suerte que le esperaba. Entonces, el gato saltó a la falda del rey. Éste sin pensarlo, pasó la mano por la suave piel. El gato arqueó la espalda, y su pelo se erizó: al momento, el animal se convirtió en oro. Y los pelos quedaron tranformados en afiladas agujas de oro.

«Voy a arruinar todo mi reino si no me detengo», pensó. Mientras estaba sumido en sus pensamientos, María Oro entró en la habitación, buscando al gato. Cuando lo vio, dio un grito. Midas sintió lo que había ocurrido porque quería mucho a su hija y fue a consolarla. Cuando tocó su hombro, toda ella se convirtió en oro. Midas quedó horrorizado.

—¡Encerradme! ¡Quitadme de en- medio —gritó- antes de que pueda tocar cualquier otra cosa!

Los dioses habían estado mirando a Midas. Oyeron su lamento y sintieron pena por él. La sombra se le apareció otra vez y le dijo:

—Rey Midas, si quieres evitar que todo lo que toques se convierta en oro…

Midas la interrumpió, suplicando:

—¡Lo que sea, haré lo que sea!

—Vete al río —le dijo la voz— y lávate las manos en él. Regresa después a palacio con un cubo de agua y moja lo que has tocado.

Midas recogió su túnica y echó a correr hacia el río. Se detuvo poco antes de salir del jardín. ¡El cubo! Volvió atrás, corriendo, cogió un cubo y emprendió otra vez su veloz carrera, resoplando, tropezando, pero sin dejar de correr todo lo que podía.

Llegado a la orilla del río y puesto de rodillas, movió ambas manos dentro del agua y se las frotó una con otra. Después, llenó el cubo de agua y regresó al lugar donde había dejado a María Oro. Mojó los dedos en el cubo y la salpicó. Apenas las gotas de agua la alcanzaron, la niña revivió y comenzó a moverse. La piel de oro se convirtió otra vez en piel rosada. Pero estaba llorando por el gato, como había hecho antes de convertirse en oro. Midas se dio cuenta y lo arregló. Roció el gato con unas gotas de agua. Al instante, el gato recobró otra vez la vida.

Midas le contó a María su poder de transformarlo todo en oro y la llevó al jardín para enseñarle las flores. Después, las devolvió a su estado normal.

Empezó a dolerle el estómago, a causa del hambre. Ya no se acordaba cuánto tiempo había pasado desde que comió por última vez. Miró a la mesa y allí estaban los trozos de comida que se habían trocado en oro y que había dejado unas horas antes. No podía creer que su deseo de oro se hubiera convertido en odio. Consiguió que los trozos de oro volvieran a ser manjares, como antes, y empezó a comer y nadie ha disfrutado nunca tanto con una comida como hizo el rey Midas aquella noche.

Desde entonces, Midas se pasa la mayor parte del tiempo cultivando el jardín. Y la más humilde de las cañas le causa más placer que un centenar de monedas de oro.

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veronica

maravilloso que los hayan subido al internet

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