por Margery Clark
Érase una vez un niño que se llamaba Andrés. Aunque había vivido en el campo, su padre y su madre se lo llevaron de él cuando todavía era muy pequeño.
Andrés tenía una tía que se llamaba Katia, y ésta llegó también del campo el día en que Andrés cumplía cuatro años.
La tía llegó en un gran barco y trajo una enorme bolsa llena de regalos para Andrés, su madre y su padre. En la enorme bolsa había un hermoso colchón de plumas, un chal rojo y tres kilogramos de semillas de amapola.
El hermoso colchón estaba relleno de las plumas de una vieja oca y debía servir para que Andrés estuviera caliente cuando durmiera la siesta.
El chal colorado era de la tía Katia, la cual se lo ponía para ir al mercado.
Los tres kilogramos de semillas de amapola eran para poner en los pastelillos que la tía Katia hacía cada sábado para Andrés.
Una hermosa mañana de sábado, la tía Katia cogió un poco de
mantequilla y un poco de azúcar, harina, leche y siete huevos y preparó los pasteles.
Después, puso en cada uno de ellos unas pocas de las semillas de amapola que había traído del campo.
Mientras los pastelillos se cocían en el horno, tía Katia extendió sobre la cama el colchón de plumas para que Andrés durmiera la siesta. Pero a Andrés no le gustaba dormir. A Andrés le gustaba dar saltos sobre el colchón.
Tía Katia sacó los pastelillos del homo y los puso sobre la mesa para que se enfriaran; luego, se puso el chal colorado sobre los hombros para ir al mercado.
—Andrés —dijo—, por favor, vigila los pasteles mientras estás en tu colchón de plumas. Cuida de que el gato y el perro no los toquen.
Pero lo único que Andrés hacía era saltar sobre el hermoso colchón de plumas.
—¡Andrés! —exclamó tía Katia— ¿Cómo puedes vigilar los pasteles si no haces otra cosa que saltar sobre el colchón de tu cama?
Después, tía Katia, con su chal colorado, se dirigió al mercado. Pero Andrés continuaba saltando y no prestó atención a los pastelillos cubiertos de semillas de amapola.
Mientras Andrés saltaba al aire por novena vez, oyó un ruido extraño, que sonaba como «chs-s-s-s», a la puerta de la casa.
«¡Qué ruido más raro!», pensó Andrés. Saltó de la cama y abrió la puerta. Allí había una gran oca, tan grande como él mismo. La Oca estaba muy enfadada y refunfuñaba a más no poder: sacudía la cabeza y abría y cerraba su largo pico rojo.
—¿Qué quieres? —preguntó Andrés—. ¿Por qué estas enfadada?
—Quiero todas las plumas de tu colchón —dijo la oca verde-. ¡Son mías!
—¡No son tuyas! Mi tía Katia las trajo para mí desde su casa en una gran bolsa.
—¡Son mías! —repitió la oca verde. Se dirigió al colchón y dio en él unos picotazos con su largo pico rojo.
—¡Detente, oca verde! —dijo Andrés—. Te daré unos pastelillos de tía Katia.
—¡Oh, pastelillos de semilla de amapola! —exclamó con deleite la oca— ¡Me gustan mucho esos pastelillos! Dame uno y te dejaré tu colchón de plumas!
Pero sólo un pastel no podía satisfacer la glotonería de la oca.
—¡Dame otro! —y Andrés le dio a la oca verde otro pastelillo de semilla de amapola.
—¡Dame otro! —chilló la oca, asustando mucho con ello al pobre Andrés.
Andrés le dio otro, después otro, después otro, hasta que se acabaron todos los pastelillos.
En el momento en que el último desaparecía por el largo cuello de la oca, apareció en la puerta tía Katia con su chal colorado.
—¡Mira, mira! —exclamó Andrés— ¡Esta oca mala se ha comido todos los pastelillos de semilla de amapola!
—¡Cómo! ¿Todos mis pastelillos de semilla de amapola? -gritó tía Katia— ¡Qué oca tan mala!
La hambrienta oca tiró otra vez del colchón con su pico rojo y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta. La tía Katia la persiguió y, entonces, se oyó una explosión espantosa. La oca glotona, que había engordado mucho con los pastelillos, había estallado y sus plumas volaban por la cocina.
—¡Bien, bien! —dijo tía Katia— ¡Pronto tendremos dos hermosas almohadas para tu hermoso colchón!
Jajajaja ¡Qué bizarro eso! No lo recordaba así…