Erase una vez un hombre que se llamaba Gudbrand. Tenía una granja que estaba lejos, muy lejos, sobre una colina, y por esto le llamaban Gudbrand, el de la Colina.
Vamos a conocer a este hombre y a su esposa, que vivían juntos y muy felices. Se entendían tan bien, que todo cuanto hacía el marido, su mujer creía que era lo mejor del mundo. La granja era de su propiedad, y tenían mil monedas en el fondo del cajón del armario, además de dos vacas en el establo de su granja.
Un día, la mujer dijo a Gudbrand:
—¿Sabes, querido?, creo que debemos llevar una de las vacas a la ciudad y venderla; esto es lo que creo; porque así tendremos algún dinero a mano; y la gente rica como nosotros tiene que tener siempre dinero, como hacen los demás. Porque las mil monedas que tenemos en el armario, no podemos tocarlas: son nuestros ahorros y estoy segura que podremos pasar con una sola vaca.
«Además, ganaremos un poco de otra forma; porque así no tendré que estar siempre ocupándome de dos vacas, alimentándolas, ordeñándolas y limpiándolas.
Gudbrand pensó que su mujer tenía razón, y partió al instante, camino de la ciudad, para vender la vaca; pero cuando llegó a ella se encontró con que nadie la quería comprar.
«Bueno, bueno, no importa», pensó Gudbrand. «En el peor de los casos, siempre puedo regresar a casa con la vaca. Tengo un establo y una correa para ella, y el camino es tan largo al ir como al volver.» Y empezó a andar para su casa.
Pero cuando ya había hecho un poco de camino se encontró con un hombre que tenía un caballo para vender. Gudbrand pensó otra vez: «Es mejor tener un caballo que una vaca», por lo que hizo un
trato con el hombre.
Un poco más lejos, se encontró con otro hombre que iba andando y empujaba a un cerdo gordo; se dijo para sí que era mejor tener un cerdo gordo que un caballo, por lo que hizo un trato con el hombre.
Después siguió caminando y se encontró con otro hombre que llevaba una cabra, y de nuevo creyó que era mejor tener una cabra que un cerdo, por lo que hizo un trato con el propietario de la cabra. Continuó andando un poco más, hasta que encontró a otro hombre que tenía una oveja, y también hizo un trato con éste, porque pensó que siempre es mejor una oveja que una cabra.
Al cabo de un rato, se encontró de nuevo con otro hombre que llevaba un ganso, y cambió su oveja por el ganso. Más tarde encontró a otro hombre con un gallo, e hizo un nuevo trato con él, porque: «Es mucho mejor tener un gallo que un ganso».
Siguió andando hasta que se fue haciendo de noche, y, como empezaba a tener hambre, vendió el pollo por una moneda y compró comida con ella, porque, pensó Gudbrand, el de la Colina: «Siempre es mejor salvar la vida que tener un gallo».
Después, siguió caminando hacia su casa hasta que llegó a la de su vecino más próximo, y se detuvo en ella.
—Bueno —dijo el propietario de la casa— ¿Cómo te fue?
—Así, así —contestó Gudbrand—. No puedo bendecir mi buena suerte, ni tampoco maldecirla. —Y le contó la historia de cabo a rabo.
—¡Ajá! —comentó su amigo—. Tu mujer te va a poner como un trapo cuando llegues a casa. ¡Qué el cielo te ayude; no me gustaría estar en tu piel!
—Bueno —dijo Gudbrand, el de la Colina—. Creo que las cosas podrían haber ido mucho peor; pero, tanto si he hecho bien, como si he hecho mal, tengo una mujer tan buena que nunca dice una sola palabra contra lo que yo hago.
—¡Oh!, he oído lo que has dicho, pero no lo creo —dijo el vecino.
su vecino tuvo que admitir que así era. —¿Así que lo dudas? —preguntó Gudbrand. —¡Sí! —dijo el amigo—. Tengo cien monedas en el armario de mi casa, las cuales te daré si me demuestras lo que has dicho. Gudbrand se quedó allí hasta la noche y cuando empezó a oscurecer fueron juntos a su casa; el vecino tuvo que quedarse fuera para oír, mientras que aquél llegó adonde estaba su esposa. —¡Buenas tardes! —dijo Gudbrand, el de la Colina. —¡Buenas tardes! —contestó la buena mujer—. ¡Ah! ¿Eres tú? Ahora soy feliz. Después, la mujer preguntó cómo le había ido en la ciudad. —Sólo así, así —respondió Gudbrand—. No tengo mucho de qué presumir.
Cuando llegué a la ciudad, no había nadie que quisiera comprar la vaca, por lo que la cambié por un caballo. —Un caballo —dijo la mujer—, eso es bueno para ti; gracias de todo corazón. Somos tan ricos que podremos ir a la iglesia a caballo, como hace otra gente, y, si decidimos tener un caballo, tenemos derecho a tener uno, digo yo. —Y volviéndose hacia su hijo le ordenó que saliera y ensillara el caballo.
—¡Ah! —siguió diciendo Gudbrand—, pero no tengo ya el caballo. Caminé un poco más por el camino y lo cambié por un cerdo. —¡Imagínate! —exclamó la mujer—: hiciste lo mismo que yo hubiera hecho, ¡mil gracias! Ahora puedo tener un poco de cerdo en casa para poder obsequiar a los vecinos que vengan a verme. ¿Qué haríamos con un caballo? La gente diría que somos tan orgullosos que no queremos ir a pie a la iglesia. Sal, niño, y pon el cerdo en el establo.
—Pero tampoco tengo el cerdo —dijo Gudbrand—, porque después de andar otro rato, lo cambié por un cabrito. —¡Dios mío, qué bien te las arreglas! —se maravilló la esposa— Ahora que lo pienso, ¿qué haríamos con el cerdo? La gente no haría más que señalamos con el dedo y decir: «Fíjate, comen todo lo que tienen». No, ahora con un cabrito, tendré leche y queso. Sal, niño, y coge el cabrito. —No, tampoco tengo el cabrito ya —dijo Gudbrand—, porque un poco más lejos lo cambié por una oveja. —¡No me digas! —exclamó la mujer—. Todo lo haces para complacerme, igual que si yo hubiera ido contigo ¿ Qué haríamos con un cabrito? Si lo tuviéramos, perdería la mitad del tiempo subiendo y bajando por las colinas. Pero, con una oveja, tendremos lana, vestidos y carne fresca en la casa. Sal, niño, y trae la oveja.
—Pero es que tampoco tengo ya la oveja —dijo otra vez Gud- brand—, porque cuando llegué un poco más lejos, la cambié por un ganso. —¡Gracias, gracias de todo corazón! ¿Qué haría yo con una oveja? No tengo rueca, ni peine para cardar la lana, y así no tendré que preocuparme en cortar y coser los vestidos. Podemos comprarlos hechos, como siempre; y ahora comeré ganso asado, por lo que tanto tiempo he suspirado; y, además, tendré plumas para llenar mi almohada. ¡Corre, niño, y trae el ganso!
—Verás —dijo Gudbrand—, tampoco tengo el ganso, porque cuando anduve un poco lo cambié por un gallo. —¡Dios mío, cómo piensas en todo! —comentó admirada la mujer- Lo mismo que yo hubiera hecho. ¡Un gallo, imagínate! Es lo mismo que un buen reloj, porque cada día canta a las cuatro y así podremos estirar las piernas en el buen tiempo. ¿Qué haríamos con un ganso? No sé cocinarlo; y por lo que respecta a la almohada, puedo rellenarla de algodón. ¡Corre, niño, y trae el gallo!
—Pero, finalmente, tampoco tengo el gallo —dijo Gudbrand—, porque cuando llegué un poco más lejos, me entró mucha hambre y me vi obligado a vender el gallo por una moneda, pues tenía miedo de morir de hambre. —¡Demos gracias a Dios que has hecho eso! —dijo la mujer—. Todo lo que haces es porque adivinas mis pensamientos. ¿Qué haríamos con el gallo? No dependemos de nadie y podemos estar en cama cuanto queramos. Bendigamos al cielo porque estás de nuevo en casa, sano y salvo. Tú sabes hacerlo todo muy bien, y no quiero gallo, ni ganso, ni cerdo, ni ganado. Entonces, Gudbrand abrió la puerta y dijo: —Bien, ¿’qué dices ahora? ¿He ganado las cien monedas?