por Flora T. Cooke
Deméter (la Madre Tierra) cuidaba todas las plantas, frutas f semillas del mundo. Enseñaba a las gentes a arar los campos, a plantar las semillas y a recoger sus cosechas. Los campesinos querían mucho a la Madre Tierra y la obedecían contentos. Y también querían mucho a su hija, la bella Perséfone.
Perséfone paseaba todo el día por los prados entre las flores. Los pájaros la acompañaban cantando. Las gentes decían:
—Donde está Perséfone, brilla el sbl. Los capullos florecen cuando ella sonríe. Oíd su voz: es como el trino de un pájaro.
Deméter quería siempre que la niña estuviera con ella. Pero, una vez, Perséfone fue sola a un prado cerca del mar y se hizo una co-
roña de delicadas florecillas para el pelo; después cogió todas las flores que le cabían en el halda.
Lejos, al otro lado del prado, llamó su atención una blanca flor que brillaba. Corrió hacia ella: era un narciso, pero nunca había visto ninguno tan hermoso y florido; sólo en un tallo había como cien flo- recitas. Quiso cogerlo, pero no pudo romper el tronco. Probó otra vez con más fuerza y vio que las raíces salían lentamente de la tierra.
En el suelo quedó un enorme agujero que se hacía cada vez mayor. En seguida, Perséfone oyó un ruido muy grande a sus pies, como el de un trueno. Eran cuatro caballos negros que salían del agujero corriendo hacia ella y tirando de una carroza hecha de oro y piedras preciosas. Dentro iba un hombre negro y macizo: era Hades.
Había salido de las tinieblas y se protegía los ojos con las manos. En el soleado prado vio a Perséfone entre las flores: estaba muy hermosa. La cogió y la colocó en la carroza junto a él. Las flores cayeron de su vestido.
—¡Oh, mis hermosas flores! —dijo Perséfone—, Las he perdido todas.
Entonces vio la cara de Hades, que estaba seria y como de mal humor. Asustada, levantó sus brazos implorando a Apolo, el cual conducía su carroza por el cielo sobre sus cabezas. Luego llamó a su madre, Deméter, para que la ayudara, pero nadie le contestó.
Hades llevó su carroza directamente a su oscuro reino bajo la tierra. Los caballos parecían volar. Al dejar la luz, Hades trató de consolar a Perséfone. Le habló de las maravillas de su reino, del oro, la plata y las piedras preciosas que poseía. En la oscuridad, mientras iban pasando, Perséfone vio piedras que brillaban en todas partes, pero a ella no le importaban y lloraba sin consuelo.
—Siempre he estado muy solo en mi extenso reino —dijo Hades—. Te llevo a mi palacio, en el cual serás la reina. Compartirás todas mis riquezas.
Pero Perséfone no quería ser reina; sólo suspiraba por su madre, por el sol brillante y los prados que olían tan bien.
Pronto llegaron al palacio de Hades. A Perséfone le pareció muy oscuro y triste y, además, muy frío. Habían preparado una fiesta para recibirla, con apetitosas golosinas, pero ella no quiso comer. Sabía que quien comía en casa de Hades ya no podía regresar a la tierra. Era muy desgraciada, aunque Hades trataba por todos los medios de que estuviera contenta.
Mientras, en la tierra, todos eran muy infelices.
Una a una las flores doblaron la cabeza y dijeron:
—No podemos florecer, porque Perséfone se ha ido.
Los árboles dejaron caer sus hojas y decían:
—¡Perséfone se ha ido, se ha ido…!
Los pájaros se alejaron, diciendo:
—¡No podemos cantar, porque Perséfone se ha ido!
Deméter se sentía muy triste. Oyó que Perséfone la llamaba y la buscó en su casa y por toda la tierra.
Preguntó a todo el que encontraba:
—¿Has visto a Perséfone? ¿Dónde está Perséfone?
La única respuesta que le daban era:
—Se ha marchado, se ha marchado. Perséfone se ha marchado.
Pronto, Deméter se convirtió en una vieja arrugada y triste. Nadie hubiera dicho que era la mujer que simpre sonreía a todo el mundo. Se pasaba día y noche sentada, mientras grandes lágrimas caían de sus ojos al suelo. Nada nacía en la tierra, todo se secaba y se volvía estéril.
Era inútil que la gente labrara la tierra. Era inútil plantar semillas. Nada podía crecer sin la ayuda de Deméter, y todo el mundo estaba apenado y se sentía perezoso.
Deméter fue a muchos lugares y, como nadie en la tierra podía decirle dónde estaba Perséfone, miró al cielo. Allí vio a Apolo en su brillante carroza. No volaba tan alto como otras veces. Estaba escondido detrás de una nube negra y nadie pudo verle durante muchos días. Deméter sospechó que Apolo sabía algo de Perséfone, porque desde el cielo podía ver toda la tierra.’
—¡Oh, gran Apolo! —le dijo— ¡Ten piedad de mí y dime dónde está mi hija!
Apolo dijo a Deméter que Hades se la había llevado y que Perséfone estaba con él en su morada subterránea.
Entonces la Madre Tierra corrió a hablar con el gran Padre Zeus, que podía hacerlo todo. Le pidió que enviara a alguien para pedir a Hades que le devolviera a su hija. Zeus llamó a Hermes y le dijo que fuera, rápido como el viento, al palacio de Hades.
Hermes obedeció feliz y dio la grata noticia a todos los que encontraba en su camino:
—¡Voy a buscar a Perséfone! ¡Voy a buscar a Perséfone! ¡Preparaos para recibirla!
Cuando llegó al reino subterráneo de las sombras, dio a Hades el mensaje de Zeus. Le habló de que en la tierra no nacía nada y de que Deméter estaba triste por la niña. Dijo que no dejaría que nada volviera a crecer hasta que Perséfone regresara.
—La gente se va a morir de hambre si no vuelve pronto —dijo.
Entonces, Perséfone lloró amargamente porque había comido una granada y se había tragado seis semillas, recordando que todo aquel que comía en casa de Hades ya nunca podía regresar a la tierra.
Pero Hades se apiadó de ella y dijo:
—¡Vete, Perséfone, hacia donde brilla el sol! Pero hay que obedecer la ley, y por tanto debes regresar cada año para quedarte conmigo seis meses, uno por cada semilla que has comido. Esto es todo lo que pido.
La alegría le dio alas y, tan ligera como el propio Hermes, Perséfone fue volando por los aires.
Las plantas volvieron a florecer. Los pájaros se reunieron nuevamente y cantaron; de los árboles brotaron otra vez muchas hojas.
Todas las cosas comenzaron a decir en su propio lenguaje: —¡Alegraos, porque Perséfone ha vuelto! ¡Perséfone ha vuelto! Deméter estaba tan triste que no oyó en seguida estas voces. Pero pronto se dio cuenta de los grandes cambios que se producían a su alrededor y se asombró:
—¿Cómo puede la tierra ser tan ingrata y olvidar tan pronto a mí Perséfone? —exclamaba.
Sin embargo, su cara se puso alegre en seguida. Volvió a ser la buena Madre Tierra, porque tuvo a su hija entre sus brazos.
Cuando Deméter se enteró de que Perséfone sólo podía estar con ella seis meses del año, decidió sacar todos los tesoros que tenía guardados, y mientras Perséfone estuviera con ella el mundo se llenaría de belleza y alegría.
Cuando Perséfone se marchó, Deméter cubrió cuidadosamente ríos y lagos y extendió un manto blanco y suave sobre la tierra.