por Luis Destuet Ilustraciones de Lilian Obligado
Un vientecito cálido ondulaba las aguas de la laguna. Con una caña entre las manos y medio adormilado por el canto de las chicharras, Cipriano esperaba que algún bagre picase.
—¡ ¡ Cipriaaaanoooo…!!
El peoncito pegó un salto, soltó la caña, se enredó en el piolín y finalmente salió corriendo hacia donde estaban las casas.
El grito lo había dado la cocinera y Cipriano le tenía más miedo que al propio patrón.
Con la cabeza gacha y arrastrando los pies, se acercó a la cocina.
—¿Llamaba, doña? -preguntó tímidamente.
—¿Que si llamaba? ¡Te he estado buscando y llamando desde hace una hora! —bramó la cocinera—. ¿Me quieres decir dónde está la lata de azúcar que trajiste esta mañana?
—Este… yo… —comenzó a tartamudear Cipriano. Pero en ese momento, otro grito retumbó en el patio de la estancia.
—¡AaayL. ¡Cipriano!
El peón y la cocinera se dieron vuelta justo para ver cómo el patrón daba una voltereta en el aire y caía como un sapo, mientras el caballo se le iba disparado.
Don Zenón y Primitivo ayudaron al patrón a ponerse en pie. Sacudiendo la tierra del sombrero y dándose masajes en la parte dolorida, éste se acercó rengueando hasta donde Cipriano lo esperaba, pálido y deseando que la tierra
se abriese y lo tragase.
—¿ Vos me ensillaste el caballo ? —bramó el patrón.
-Este… sí, patroncito… -respondió Cipriano con un
hilo de voz.
-¿Y no te dije mil veces que el potro es medio bravo todavía y que tienes que atarlo del cabestro al palenque para poderlo estribar? -volvió a rugir el patrón.
-Este… yo… -balbuceaba el peoncito, cuando unos gritos llamaron la atención de todos.
-¡El agua!… ¡El agua!… ¡Se desborda el tanque!…
-¡Cipriano, sois una calamidad! -gritó el patrón, rojo como un tomate-. ¡Has dejado la canilla del tanque abierta! Anda a cerrarla antes que…
El patrón no llegó a terminar la amenaza, pues ya el muchacho salía como una luz a cerrar esa canilla.
—Lo mejor será que corte camino por el lado del chiquero —se decía Cipriano, corriendo a más no poder— Llegaré antes y de paso no me embarro con el agua que cae del tanque.
Como un rayo atravesó el chiquero y salió por la otra parte… con todos los chanchos corriendo detrás de él. Cipriano cerró la canilla y se dio vuelta sonriente, buscando la aprobación de todos los que estaban contemplándolo. Pero lo único que pudo ver fue una cara más furiosa que la otra y además… como cincuenta chanchos embarrados revolcándose encima de las sábanas puestas a secar en el pasto por la cocinera.
¿Qué había sucedido? Nada más y nada menos que se había olvidado de cerrar la puerta del chiquero y los chanchos habían decidido entonces darse una vueltecita por la estancia.
El patrón se tiraba de los pelos y le salía espuma por la boca.
—¡Pero este muchacho no hace una derecha! —gritaba mientras arrojaba el sombrero al suelo y lo pisoteaba.
—¡Mis sábanas! ¡Mis sábanas limpias! —lloraba la pobre cocinera.
Cipriano decidió entonces que lo mejor era alejarse prudencialmente y se fue rumbo a las parvas.
Claro que en el camino se olvidó de cerrar una de las tranqueras, y por ella se le escaparon cuatro temeros que aparecieron en la cocina y se comieron toda la verdura que estaba lavada para el puchero.
Cipriano era una calamidad.
Pero, en honor a la verdad, desde el patrón hasta el último de los peones se habían acostumbrado a sus distracciones y olvidos. Por ejemplo: la cocinera sabía que el arroz lo tenía que buscar en la lata de la hierba, los domadores buscaban sus lazos y rebenques en el galpón de las herramientas, y así todo… Así todo, hasta ese famoso día en que la estancia pareció un manicomio y todo el mundo llegó a desesperarse de forma que algunos creyeron volverse locos.
Cipriano estaba en las parvas meditando:
—Todos tienen razón. ¡Soy una calamidad! ¡Ah, pero de ahora en adelante todo va a cambiar! Seré un modelo de orden y no me distraeré ni me olvidaré nunca más de nada.
Se quedó en las parvas esperando el atardecer. ¡Qué lindas eran las puestas de sol! Todo iba tiñéndose de rojo y violeta y mil sonidos diferentes comenzaban a ganar el campo. De pronto oyó la campana llamando a cenar. Con un suspiro hondo, dejó de mala gana las parvas y se llegó hasta las casas.
Allí, en el comedor, lo recibieron todos:
—¡Ah! Lo que es de comer, no te olvidas, ¿eh?
—¿ Seguro que no te has olvidado de nada ?
—¡Menos mal que no te olvidaste de entrar! ¡Ja, ja, ja!
—¡Ja, ja, ja! —corearon todos.
Cipriano se sentó y cenó tranquilamente. ¿Para qué iba a perder el tiempo en discutir?
Al día siguiente se llevarían la sorpresa y verían a un Cipriano totalmente cambiado.
Comía y sonreía para sus adentros.
A la mañana siguiente, el capataz salió para el pueblo. Puso en marcha la camioneta y enfiló para la tranquera. Estaba llegando a ella cuando quiso sacar los cigarrillos… Empezó a revisar sus bolsillos, miró el asiento para ver si estaba allí el paquete… ¡CRASH! ¡PAF! ¡BOM! La camioneta quedó hecha un acordeón y de entre los restos salió el capataz, que por suerte no se había hecho ni un rasguño, con una cara de asombro tremenda.
—¿Pero quién ha cerrado la tranquera? ¡Cipriano la deja siempre abierta!
Al mismo tiempo, el patrón subió a su caballo.
—¡Qué raro! Hoy no se ha movido al montarlo —se dijo mientras lo taloneaba.
El caballo trató de salir al galope, pero se quedó donde estaba y el patrón salió volando para aterrizar unos metros más allá.
-Pero… —exclamaba asombrado-. ¿Quién ató el caballo al palenque? ¿Eh?
En ese momento la cocinera buscaba la hierba en el tarro del arroz. Lógicamente, la hierba no debe estar nunca en el tarro del arroz, pero sucede que siempre Cipriano la ponía allí… Y en otro lugar de la estancia los peones buscaban las herramientas en el lugar en que Cipriano los tenía habituados, es decir, junto a la avena para los caballos.
—¿Pero dónde están las herramientas, si siempre las encontramos aquí?
Un poco más allá, Jacinto se preparaba a darse su baño diario en el tanque, y de un ágil salto se arrojó al agua…
Bueno, ésa fue su intención, porque a medida que se iba acercando al fondo del tanque, se daba cuenta que éste se hallaba seco. Jacinto dio vuelta a la cara, se arqueó todo, trató de volver para arriba, pero todo fue inútil. Siempre se cae para abajo y no para arriba… Lo último que intentó
Jacinto fue gritar:
-¡ Socoooooo…! -pero no pudo terminar, porque en ese momento… ¡PAF!, una casa tirada desde un avión no habría hecho tanto ruido. ¿Qué había sucedido? Pues que Cipriano había cerrado la canilla del tanque, y como todos estaban acostumbrados a que la dejase siempre abierta, usaron el agua habitual y el tanque no volvió a llenarse.
El desconcierto cundía en la estancia. Eso era un desorden vivo. Todos, reunidos en el patio, gritaban y protestaban. Esa mañana nadie encontraba nada.
Fue entonces cuando desde las parvas se recortó la silueta de Cipriano, que se acercaba sonriente.
—¿Y… qué tal? —comenzó alegremente— Ya no podrán decir nada de mí. La tranquera está cerrada, la canilla del tanque también cerrada, y todas las cosas en orden, ¿no? —¿Cómo? —exclamaron todos a coro.
Adelantándose unos pasos, el patrón se acercó a Cipriano y, poniéndole una mano en el hombro, le dijo:
—Mira, Cipriano; me parece muy bien que hayas decidido cambiar, pero sucede que nosotros estábamos acostumbrados a tu desorden y a tus olvidos y ahora nos estamos volviendo locos, ¿’ sabes? Lo mejor es que por un tiempo sigas como antes…
Cipriano miraba al patrón sin comprender.
Se fue a las parvas y, contemplando la inmensa pampa que se extendía delante suyo, dijo en voz baja:
—¿Quién entiende a la gente? ¡Me quedo con los animales!
Uno de mis cuentos favoritos cuando era niña y acabo de leerselo a mis hijas, ¡Gracias por esta página!