Al cabo de unos días de estar en el hospital, mi madre y yo fuimos autorizados para marchamos a casa. La enfermera me vistió, me envolvió en una manta y me entregó a mi madre.
Llegó mi padre, miró mi pulsera y dijo: “Éste es nuestro hijo”. Entonces mis padres y yo nos fuimos a casa.
Tenía muchas cosas que hacer en mi nuevo hogar. Al principio sólo sabía llorar, comer y dormir. Comía tanto de día como de noche. Después de comer, bostezaba y me dormía.
Al poco tiempo ya empecé a estar despierto algunos ratos. Me gustaba que me bañasen. Era muy divertido golpear el agua con las manos y salpicarlo todo. Empecé a crecer.
Crecí y aprendí muchas cosas nuevas. Aprendí a conocer las voces de mi padre y de mi madre. Aprendí a decir mi nombre y a volver la cabeza cuando ellos me llamaban.
Mi madre decía: “¡Qué deprisa crece el niño!”
Yo continué creciendo y aprendiendo. Tragaba la comida. Aprendí a mover los dedos de las manos y a hacer ruido con el sonajero. Aprendí a sentarme. Entonces ya podía ver lo que me rodeaba.
“Nuestro niño crece mucho”, decía mi padre.