Si me pongo muy enfermo de repente, o si tengo un accidente, voy al dispensario de urgencias.
Las enfermeras y los médicos del dispensario obran con rapidez. Hablan poco. A primera vista parecen antipáticos. Lo que ocurre es que tienen mucho trabajo. Ellos conocen la mejor manera de cuidarme.
Si me he tragado algo que puede ser dañino, han de ir rápidos para hacerme vomitar. Si me he cortado, tienen que detener la hemorragia. El corte debe ser limpiado y curado. Si me he caído, hay que examinarme por si tengo un hueso roto.
Puede que sea necesaria una radiografía para ver si tengo alguna lesión en el interior del cuerpo. O quizá tengan que escayolarme una pierna o un brazo. La escayola viene a ser como el cemento. Es rígida cuando se seca, y evita que mis huesos se muevan de su sitio hasta que estén curados.
A veces hay otros pacientes en el dispensario de urgencias. Las enfermeras y los médicos se deben hacer cargo de todos ellos.
Las luces son muy brillantes. Yo oigo ruido de agua corriente, y de voces que hablan en voz baja, y de instrumentos de metal. A veces hay alguien que llora.
Cuando todo está arreglado digo adiós a las enfermeras y los médicos. Les doy las gracias por lo que han hecho por mí, y me voy a casa.
Llevar el brazo en cabestrillo no es nada agradable.
Pero me consolaba cuando mis amigos venían a visitarme y hacían dibujos sobre la escayola.