El preadolescente ya no es un niño. Pero tampoco del todo un muchacho. Se halla en un período de transición, de preparación. Se dispone para una transformación. Es como un almacén en reformas que sin embargo no está a la venta.
Este período de transición y preparación cambia la personalidad del preadolescente. Antes era un niño complaciente y de trato fácil. Repentinamente se transforma en una personita desafiante y remisa a cumplir las órdenes de sus padres. Aquellos niños que se sentían orgullosos de conservar limpia y reluciente su habitación, van dejando caer la ropa por el pasillo mientras se dirigen a tomar una ducha. Aquellos niños que gustosamente confiaban la elección de sus vestidos a su madre, estallan en lágrimas cuando ésta les hace el menor comentario sobre su aspecto exterior. Desafío, desgana y lágrimas son las características principales del preadolescente.
Cuando era más pequeño, generalmente confiaba en el juicio de sus padres. Se sentía seguro y tenía una personalidad atrayente. Pero a medida que avanza el tiempo cambia de ideas. Confía más en sus propios juicios. Y no siempre está seguro de estar en lo cierto. Pierde seguridad y como consecuencia su personalidad no resulta tan agradable. Pero todo esto es necesario; forma parte de la pérdida de su carácter infantil. Así se prepara su transformación para ser un adolescente libre.
El cuerpo, especialmente el de las niñas, se está disponiendo para los cambios y nuevas aportaciones de la pubertad. Y naturalmente el preadolescente se está preparando para emanciparse y librarse de los lazos familiares. Esta tarea le mantendrá sumamente ocupado durante los años siguientes.
Como en todo tipo de desarrollo, es difícil decir cuánto dura este período de preparación y cambios. Las diferencias en crecimiento físico, intelectual y emocional varían en el mismo grado que las circunstancias peculiares que determinan a cada preadolescente. No todos los niños cambian de la misma manera ni en todo al mismo tiempo. En general las niñas superan esta fase antes y con mayor facilidad que los niños.
La desazón
Quizás una de las características más distintivas del preadolescente es que de repente es incapaz de permanecer inmóvil. “Sentarse” es una palabra que describe muy remotamente lo que el preadolescente hace mientras ocupa una silla y una mesa al realizar sus deberes escolares. Se mueve constantemente. Toca todo lo que tiene a su alcance, sean personas o cosas. Es como uno de estos adultos sobreexcitados que al hablar agarran los botones de la gabardina de su interlocutor.
Cuando un padre requiere a su hijo para hablarle seriamente y éste no deja de tocar los objetos del escritorio, por ejemplo, esto no es una falta de respeto. Si juguetea con lo primero que encuentra cuando se supone que debe estar estudiando, no hay que creer que su intención es jugar en lugar de estudiar. Literalmente no puede evitarlo. Tiene que coger todo lo que está a la vista. Su “tranquilidad manipulativa” es enorme. Sus libros de estudio parecen acabados de recoger de un montón de basura y además parecen haber pasado un año allí. La mina de sus lápices está totalmente nueva, pero los lápices parecen escobas a los pocos minutos de su uso. Si no encuentra otra cosa a su alcance, su propia persona es un buen sustituto. No deja de tamborilear con los dedos o de tocarse las orejas; o de rascarse los codos o de manipular con mechas de su pelo.
Su desasosiego se demuestra hasta en las actividades que ha elegido libremente. No es capaz de dedicarse con constancia a una tarea determinada. Se cansará aunque haya estado deseando vehemente dedicarse a ello.
Es preciso que los padres acepten esta faceta del carácter de su hijo. Al tener que intervenir e impedir alguna de las expansiones del niño hay que hacerlo de una manera razonable y amistosa, sin demostrar indignación ni irritación. Al mismo tiempo los padres deben proporcionar al hijo oportunidades para librarse de su desazón, procurando, naturalmente, evitar molestias a los demás. Es muy útil, por ejemplo, intercalar momentos de expansión entre horas de trabajo intelectual del niño y permitirle que grite, hable, cante y que se desperece.
No es posible obligar a un niño a estar todo el día sentado leyendo, escribiendo o escuchando. Si sus padres y su profesor encuentran la manera de proporcionarle intervalos de relajación para que pueda satisfacer su necesidad de movimiento y actividad, probablemente le será mucho más fácil permanecer sentado en las horas dedicadas al estudio o a otra tarea que requiera inmovilidad. Hay que tener en cuenta, también, que no es fácil cambiar los hábitos y el comportamiento de un adolescente sólo porque una persona adulta lo ordene. Tiene que pasar por este estadio de inestabilidad. No lo hace a propósito para molestar a las personas que le rodean. Por esto no conviene llamarle la atención constantemente.
La mala memoria
Un preadolescente tiene mala memoria. Y a veces parece que no debería ser así porque puede recordar cosas que sus padres desearían que olvidara. Por ejemplo, la profesora el viernes les ordena unos deberes que deben presentar el lunes. Escribe los datos claramente en la pizarra. Hace que todos los lean. Sin embargo el lunes, una tercera parte de los alumnos han olvidado totalmente que existían esos deberes.
Obviamente esta falta de memoria muchas veces es un pretexto. Lo sorprendente es que la mitad de los que lo han olvidado dicen la verdad. Es cierto que lo han olvidado. El preadolescente bloquea en su mente todo lo que interfiere la búsqueda de su felicidad. Estos lapsus de la memoria le evitan desagradables sentimientos de culpabilidad. Si es verdad que lo ha olvidado no puede evitarlo. Padres y maestros deben ayudar al niño a recordar sus obligaciones pero es preciso no regañarle demasiado.
Soñar despierto
Incluso aquellos preadolescentes normalmente atentos a las palabras de su profesora muchas veces se quedan parados mirando al infinito aunque en la clase se estén tratando temas que les gustan o que dominan perfectamente. Los jóvenes de otras edades inclinados a soñar despiertos quizás podrían explicar lo que significan estos ensueños. Sin embargo si a un preadolescente le preguntan en qué estaba pensando, contestará; “En nada”. Esta contestación no es necesariamente una evasiva. Los niños tienen una facilidad extraordinaria para tener la mente en blanco; no piensan en nada o, al menos, en nada
que sean capaces de explicar y describir. Con frecuencia estos ensueños son vagos e incoherentes. Las imágenes se suceden rápidamente una tras otra. Es algo parecido a la sucesión de pensamientos que cruzan la mente de un adulto antes de quedar dormido.
El contenido de estos sueños varía como los preadolescentes mismos. Sin embargo en las fantasías de los niños predominan dos tipos básicos de sueños.
Uno es el “sueño tecnológico”. Ciertos niños dotados de habilidad de invención técnica pasan mucho tiempo mirando un punto en la pared, un trozo de cordel o tal vez un alambre. En sus mentes estas manchas de color, de madera o de metal se combinan en una infinidad de posibilidades: ven “artefactos”. A veces de estos sueños tecnológicos surgen inventos que demuestran imaginación y espíritu práctico a la vez.
La otra clase de sueños diurnos está relacionada con poderes violentos, victorias crueles, rebelión, muerte, destrucción, miedo al desastre, etc… Incluye todos los sentimientos y emociones que el preadolescente vive, teme u observa. Muchos dicen que las revistas infantiles y la televisión son la causa de estos sueños. Es cierto que los niños en alguna ocasión estarán bajo la influencia de estas causas. Pero si la televisión y las revistas infantiles no existieran los niños seguirían poblando sus sueños diurnos de visiones desagradables.
Estos sueños son necesarios al niño que está dejando un mundo —la infancia— para entrar en otro —la adolescencia—. De ahora en adelante tendrá que enfrentarse con un mundo imprevisible y turbador. Y no puede hacerlo directamente porque sería castigado con la vergüenza, el temor, el pánico, la furia y la rabia. Por lo tanto, sueña.
Si un chico sueña, por ejemplo, que mata a un monstruo cruel y salvaje, no significa necesariamente que su alma está turbada por este impulso salvaje. Puede significar simplemente que su padre lo ha reñido delante de sus compañeros. El niño consciente no puede descargar su ira contra su padre porque lo ama y sabe que tenía razón. Sin embargo aún se siente avergonzado por la escena. ¿ Cómo puede librarse de esta visión? Pues, proyectándola en pasado o en futuro, igual como hace con otras personas inconfesables. Así transforma personas familiares en ogros extraños o enemigos poderosos. Destruye con vehemencia algo que nada tiene que ver con su
vida real. Sólo entonces se desvanece totalmente la fuerza de su furia o de su pánico, o tal vez de su vergüenza o de su ira.
El éxito y el elogio
Para un niño, el premio merecido es especialmente agradable. Sin embargo, el premio debido únicamente a la suerte, aunque sea agradable, no es un auténtico motivo de orgullo. Cuando no ha hecho sus deberes lo abruma un sentimiento de vergüenza y confusión; mientras que si estudia con ahínco se siente orgulloso.
En la preadolescencia esta postura ante el éxito o el fracaso cambia súbitamente, al menos en parte. Un preadolescente no se siente especialmente orgulloso de lo que hace, sino de lo que deja de hacer. El hecho de haber trabajado duramente en una asignatura lo turba e incluso puede llegar a ocultarlo para que sus compañeros no lo sepan. Una buena nota inmerecida parece un éxito glorioso (“Este profesor estúpido ni siquiera se ha dado cuenta de que no he estudiado”). No hay ninguna argumentación efectiva contra esta actitud. En realidad muchos actúan así aunque piensen que no es una posición correcta. Pero el código de la pandilla exige que el preadolescente haga ostentación de evadir las consecuencias de sus pillerías, oculte sus cualidades y se jacte de la suerte o habilidad que le ha valido una ventaja conseguida con engaños.
Es muy fácil comprender por qué motivo el preadolescente reacciona irracionalmente cuando se le alaba. Un elogio abierto le hace pensar que lo tratan como a un niño pequeño o como al mimado de la profesora. Le es mucho más penoso de lo que pueda imaginar el adulto que lo alaba. Si se dicen que ha actuado como una “señorita” o como un “caballero” es posible que se sienta más insultado que alabado.
Incluso al discutir con él sus padres deben adoptar otro tono. Un chico puede aceptar el hecho de que su padre no desee que se siente a la mesa con las uñas sucias. Pero si el argumento se basa en que un “caballero” no aparecería a la hora de comer con las uñas sucias, es como echar gasolina a una hoguera. Cualquier cosa que le haga pensar que lo tratan como a un niño pequeño le hace sentirse herido en lo más profundo, aunque la intención sea inmejorable. Esto no significa que sus padres no deben intervenir; pero es preciso tratar al preadolescente de acuerdo con su nueva madurez.