Un día mi madre sintió una punzada muy fuerte. El dolor paró, pero volvió en seguida. Así una y otra vez. Cada vez la punzada era más aguda.
Mi madre sabía qué quería decir la punzada. Era una señal de que yo estaba listo para nacer. Los músculos de su útero me empujaban hacia el mundo.
Mi padre llevó a mi madre a la clínica. No es que estuviera enferma, pero tanto ella como yo necesitábamos cuidados. Los médicos y las enfermeras nos cuidarían.
Una vez en la clínica, una enfermera condujo a mi madre hasta la habitación donde nacen los niños. Los músculos del útero empujaban cada vez más fuerte. Mi madre gemía y esperaba. Por fin apareció mi cabeza, que salía de su cuerpo a través de la vagina. Poco a poco fue saliendo el resto de mi cuerpo.
Pero yo aún no podía vivir fuera del cuerpo de mi madre. Todavía no respiraba. El médico tuvo que ayudarme. Me golpeo en las plantas de los pies. Yo me encogí y mis pulmones se llenaron de aire. Entonces me eché a llorar. Respiraba. Ya podía vivir fuera de mi madre.
Mi madre oyó mis lloros y sonrió. Entonces el médico cortó el cordón umbilical que me unía a ella. No me hizo daño, porque ya no necesitaba el cordón.