por Hope Newell
En una fría noche de invierno, una viejecita estaba en el gallinero disponiéndose a hacer dormir a sus gansos. Les dio un poco de grano y les quitó sus abriguitos rojos. Después, cepilló todos los abriguitos y los planchó.
Mientras los doblaba, pensó:
«Mis pobres gansos deben de tener mucho frío por las noches. Yo tengo mi chimenea y mi cama de plumas, mientras que ellos no tienen ni una manta que les dé calor.»
Cuando terminaron de comer el grano, los gansos empezaron a ir a sus palos del gallinero.
«¡Cua, cua, cua!», hacía el ganso mayor mientras se subía al palo.
«¡Cua, cua, cua!», hacía la gansa gris mientras se subía al palo.
«¡Cua, cua, cua!», hacían los otros gansos mientras se subían al palo.
Entonces, la viejecita cerró la puerta del granero y entró en la casa.
Ya en la cama, no podía dormirse pensando en los gansos.
Al cabo de un rato se dijo:
«No puedo pegar ojo pensando en el frío que deben de tener. Será mejor que los traiga a casa; aquí estarán más calientes.»
La viejecita se levantó y fue al gallinero a buscarlos. Los hizo bajar del palo y les puso sus abriguitos rojos; levantó después a dos de ellos y, colocáñdoselos bajo los brazos, los llevó a la casa.
Después de llevar a todos los gansos, la viejecita se dijo:
«Ahora tengo que arreglarlos para que se duerman otra vez.
Les quitó sus abriguitos rojos y les dio un poco de grano. Después cepilló los abriguitos y los dobló cuidadosamente.
Mientras los iba doblando pensaba:
«Ha sido una buena idea traer los gansos a casa. Ahora están calientes y yo podré dormir tranquila.»
Se desnudó otra vez y se metió en la cama.
Cuando los gansos comieron su ración de grano, em- [ pezaron a gritar.
«¡Cua, cua!», hizo el más grande, y saltó a la cama, a los pies de la viejecita.
«¡Cua, cua!», hizo la gansa gris y saltó a la cama, a los pies de la viejecita.
«¡Cua, cua!», dijeron los demás gansos, y todos trataron de saltar a la cama de la viejecita.
Pero no era una cama muy grande y no había sitio para todos ellos. Comenzaron a pelearse. Se empujaban y daban golpes. Chillaban, graznaban y revoloteaban.
Durante toda la noche, los gansos hicieron lo mismo. Era tanto el ruido que la viejecita no pudo pegar ojo.
«Esto no puede seguir así —se dijo—; cuando estaban en el gallinero, no podía dormir pensando en el frío que debían de tener. Ahora que los tengo en casa no puedo dormir por el ruido que hacen. Quizá, si uso el cerebro, encontraré una solución.»
La viejecita se puso una toalla húmeda en la cabeza y se la ató debajo de la barbilla. Después, se sentó con un dedo apoyado en la nariz y al cabo de un rato se le ocurrió una idea.
«Trasladaré el gallinero a casa —se dijo—, así los gansos tendrán fuego para calentarse. Después, meteré mi cama en el granero. Mi colchón de plumas conservará el calor, no tendré que preocuparme por los gansos y no me despertarán con sus ruidos. Dormiré muy cómodamente en el granero.»
La viejecita trasladó pues el gallinero a la casa y llevó la cama al granero.
Cuando llegó la noche, llevó los gansos a la casa. Después de darles un poco de grano, les quitó sus abriguitos rojos. Seguidamente subieron todos a sus palos y la viejecita se fue a dormir al granero.
Estuvo caliente en su lecho de plumas. No se preocupó por los gansos porque sabía que también tenían calor. Y así durmió profundamente toda la noche.