Como los demás miembros de la familia, Mirim tenía mucho trabajo. Incluso de muy pequeña ayudaba a su madre a moler el cereal para hacer el pan, y a recoger frutos silvestres y uvas. Pero ahora que ya contaba siete años tenía su primer trabajo serio. Su tarea diaria consistía en vigilar el rebaño de cabras de la familia.
Cuando Amú, su abuelo, era pequeño, también cuidaba el rebaño. Pero ahora el número de cabras era mucho mayor. El rebaño había crecido y constaba de cincuenta cabezas. Al principio, a Mirim le costaba trabajo contarlas.
Contaba las cabras con los dedos, de una en una. Cuando ya había tocado sus diez dedos, decía: “Hay una decena de cabras”. Luego contaba otra “decena de cabras”. Pero, a veces, olvidaba cuántas decenas llevaba, y tenía que volver a empezar.
Sin embargo, Mirim era una chica lista.
Pronto halló la respuesta a su problema. Juntó un montón de piedrecitas, y cada vez que contaba una “decena de cabras”, ponía una piedrecita en el suelo. Cuando terminó con el último grupo de cabras, que sumaban ocho dedos, miró las piedrecitas en el suelo. Cuatro piedrecitas. Eso significaba que tenía cuatro decenas y ocho dedos de cabras (cuarenta y ocho).
Seguro que esta misma idea se le habrá ocurrido a casi todo el mundo que haya debido contar un montón de cosas por primera vez. Usar piedrecitas o hacer muescas en una madera o marcas en la roca es un buen modo de llevar la cuenta. Facilita muchísimo el cálculo de cosas numerosas. Y esta idea fue el comienzo de un invento realmente maravilloso: la máquina de calcular.